martes, 13 de octubre de 2009

Dragones, I

Estábamos exhaustos, heridos, hambrientos. Corríamos, ocultándonos entre las rocas de la escarpada ladera con la mirada fija en la entrada del templo, oculto en lo más profundo del valle. Cada vez que las enormes sombras nos sobrevolaban nuestros corazones se encogían y el ya escaso ánimo se esfumaba. De vez en cuando teníamos que saltar tras una roca o una grieta en la tierra para esquivar las bocanadas de fuego que escupían los dos dragones rojos que nos acosaban desde las alturas. Desde nuestra posición hasta la gruta que marcaba la entrada al templo había media milla de terreno descubierto.
Todo indicaba que acabaríamos pereciendo en ese valle sin alcanzar nuestro destino, el templo de los antiguos dioses. Nada podíamos hacer contra las criaturas que nos perseguían. Nuestras armas, llenas de mellas y herrumbre resultaban inútiles contra las gruesas escamas de los dragones. Nuestras armaduras, que habían perdido su esplendor, se derretían al contacto con las llamas de sus fauces. Y yo era una afortunada. Smalltree estaba demacrado, parecía al borde de la muerte. Ceridam farfullaba plegarias nunca respondidas por su dios. Gwen apenas podía blandir su espada... Sólo Dean parecía en forma, sus extraños poderes no lo habían abandonado, pues su procedencia era disntinta a los del resto de compañeros.
Nuestra determinación renqueaba. Nuestros dioses habían caído, y nosotros lo haríamos de un momento a otro.
En ese momento de duda, cruzamos nuestras miradas. Un fugaz gesto de asentimiento nos bastó, habíamos tomado una decisión, llegaríamos hasta el final o moriríamos en el intento. Abandonamos nuestras coberturas hacia las rocas que albergaban el templo. Corrimos como alma que lleva el diablo, haciendo caso omiso a las explosiones que cristalizaban el suelo y las rocas a nuestro paso, ignorando el dolor de las quemaduras que mordían nuestra piel.
Los dos enormes dragones nos perseguían a apenas unos metros de distancia. Notábamos sus intentos de aplastarnos con sus garras, pero la suerte o el destino nos permitió seguir corriendo. Al fin llegamos. De un salto caímos dentro de la estrecha gruta que daba paso a las puertas de piedra del templo, al tiempo que una nube de polvo y rocas nos envolvió junto a un gran estruendo.

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