jueves, 26 de mayo de 2016

Elodrin, reflexiones de un cazador de demonios

El mundo es un niño, y nuestro deber es protegerlo cueste lo que cueste. Palabras tan bonitas como ciertas que solía repetir mi maestro. Sólo que se le olvidó comentar que es un niño cabrón, al que muchas veces te dan ganas de dejarlo morir por sus pecados.
Hace casi tres años que puse mi granito de arena para evitar la destrucción del mundo conocido por parte del devorador. La amenaza más inmediata ha cesado, lo que rápidamente ha permitido a los grandes poderes abandonar ese destello colaboracionista que supuso el pacto que llevó a la Ofrenda de Gracia. Y desde entonces todos han bajado la guardia, centrándose en sus históricos tiras y aflojas de poder. Todos menos unos pocos, como mi maestro y yo.
Durante todo este tiempo ha estado instruyéndome con un único objetivo, detectar y destruir a los potenciales enemigos de este mundo. Demonios, diablos o cultistas conspiran a diario en busca de poder y mayor gloria de sus señores, nigromantes tratan de pervertir el orden las cosas, avatares tratan de retorcer las cosas para favorecer a sus dioses. Y hay que reconocer que me ha enseñado bien. Gerard es un maestro inflexible, y por lo que sé no acostumbra a tomar discípulos. El por qué me aceptó a mí, sólo él lo sabe, pero sin duda está relacionado con la relación que mantuvo con mi madre. ¿Culpa?¿responsabilidad?, en todo el tiempo que he pasado con él no ha vuelto a hablar del tema, se guarda sus recuerdos para sí mismo,  y está claro que la evocación de los mismos le causa dolor.
En cualquier caso, como decía, durante estos años me ha retorcido, forjado, quebrado y vuelto a forjar cada día, en un proceso interminable que me ha cambiado. Tras la batalla de la aguja del sol estaba roto, lo había perdido todo, y no me quedaba nada por lo que seguir adelante, o más bien no tenía fuerzas para luchar por nada, solo ira. Gerard ha sabido reconducir esa ira a algo más productivo. Lo bueno del entrenamiento era que no tenía que pensar en lo perdido, sólo luchar para ganarme el derecho a vivir un día más. Ahora soy más fuerte, el dolor casi ha desaparecido, quedando como un ruido lejano, y sobre todo, tengo algo por lo que luchar.
Hace ya unos cuantos meses que dejó de considerarme su aprendiz y me convertí en su compañero, al menos oficialmente, pues aprovechaba cada misión para continuar con mi formación. Y si el entrenamiento fue duro, su puesta en práctica resultó mucho peor.
Cuando piensas en lo que supondría luchar contra estos seres, te imaginas una lucha encarnizada contra poderosas y repugnantes criaturas. El poder del mal contra el del bien, que tu duro entrenamiento te permitirá solventar las situaciones que se te planteen y ese tipo de chorradas. Pero la realidad es que vivimos en un mundo de sombras, y el blanco y el negro no existen, sólo una infinita variedad de grises. Muchos de nuestros enemigos sienten una sádica predilección por adueñarse de aquellos que representan todo lo contrario a sus oscuros propósitos, y en esta guerra, como en cualquier otra, la mayoría de las victimas nada tienen que ver con la lucha. He visto demonios apoderarse de niños inocentes, sacerdotisas corrompidas más lascivas que la más perversa de las putas de la Fosa de los Diamantes, padres sedientos de poder asesinar a sus hijos como ofrenda...

Y en esta lucha de máscaras que estamos librando, en ocasiones nos toca ser jurado, juez y verdugo. Decidir quién merece morir, quién se puede salvar o está condenado. Pero, en este mundo grises, estas decisiones nunca son absolutas, y ni siquiera después de tomarlas quedan certezas sobre su atino. Nadie te asegura que lo mejor era acabar con ese padre, o dejar vivo a aquella anciana. El peso de las misiones se va acumulando como una losa sobre nuestras espaldas, y la única forma de seguir adelante es creer firmemente en nuestras convicciones y excelencia moral, y como lo anterior ni nosotros mismos nos lo tragamos, la única salida es volverte un cabrón insensible, que sabe que lo que hace es necesario pero no por ello es menos cabrón. Y eso es exactamente Gerard, el mejor caza demonios que existe, sin el cual el mundo sería sin duda un lugar mucho peor, y uno de los mayores hijos de puta que conozco.
Hace un par de meses que abandoné el nido. La última misión nos llevó a un poblado de pescadores perteneciente a la casa Martyen (lo cual me trajo no pocos recuerdos). Su calculada lógica le llevó a determinar que Kira, una antaño joven y risueña campesina, debía morir, pues estaba completamente corrompida por un demonio de la ira, que había vertido todo su poder sobre la chica y Gerard había conseguido atar a su jaula de carne. La lucha había dejado a Kira muy débil, y las posibilidades de sobrevivir a un exorcismo eran muy escasas, eso sin contar con que de esa forma liberaría al demonio para que pudiera atacar en otro momento y lugar. Las posibilidades eran escasas, pero existían. Hicimos lo que debimos, o eso me decía, pero no dejo de pensar en qué habría hecho si en lugar de Kira, hubiese sido Hadrian, Shara, Morrigan, Thrain, Aaron, Ellaria…

Después de todo, si perseguimos nuestro objetivo renunciando a nuestra humanidad, ¿A caso somos muy distintos de la inquisición? No, no podía seguir así. Ahora haré las cosas a mi modo, acertaré o me equivocaré, pero trataré de ser fiel a mí mismo.
Elodrin

martes, 8 de septiembre de 2015

Crónicas del ocaso VI (B): Enanos, apuestas y visiones

El campamento de los Mandrágoras bullía en una fiesta cuando Thráin y sus compañeros llegaron. No todos los días lograban expulsar a un grupo expedicionario Garrosh con apoyo de la Inquisición. Estaba claro que habría represalias, y por eso Karaya estaba siendo abandonada, pero había sido una gran victoria de todos modos. El alcohol corrió como si fuera agua, y al poco tanto Élodrin como Aaron estaban bastante perjudicados. Thráin no terminaba de encontrarse a gusto. Había recibido el encargo de provocar el destronamiento del mismísimo dios Athos, nada menos, y no paraba de darle vueltas a cómo se suponía que iba a lograr semejante proeza. Además, los líderes de los Mandrágoras conocían su ascendencia, seguramente porque se lo hubiera comunicado Mórrigan. Era extraño. Se había pasado toda su vida adulta guardando celosamente su secreto, y ahora parecía convertirse en vox populi a cada segundo que pasaba.

Al final decidió dejar de pensar en el tema intentando entrarle a la bella jefa de exploradores, una enana de las colinas de trenza castaña llamada Iyaira. Fue probablemente el intento de seducción más torpe de la historia. Y eso sin ser demasiado duro.

Durante la fiesta también conocieron a Bawgya, una alegre bardo gnoma a la que todos llamaban Cornucopia, que puso música al arranque musical de Élodrin, borracho como una cuba. Curiosamente, el dueto no sonó del todo mal.

A la mañana siguiente se presentaron el resto de líderes locales de los Mandrágoras, entre los que destacaba un hechicero más que enjuto, con una boca con labios tan finos que parecían no existir que dejaban a la vista unos dientes limados para darles una forma apuntada y que encajaban perfectamente entre ellos. Se llamaba Jabari, pero todos se referían a él como el Tiburón de Tierra, por motivos más que evidentes. Afirmó que antes de continuar con cualquier tipo de trato debían de confirmar la ascendencia de Thráin, probando su sangre. El enano no dejó de incomodarse ante el hecho de tener que probar unas afirmaciones que en ningún momento había hecho. Además, y pese a no ser ningún radical enemigo de los hechiceros, no terminaba de gustarle vérselas en un ritual de magia de sangre. Sin embargo, no tenía otra que aguantarse. Comprendió que no tenía nada que hacer con las formidables misiones que le aguardaban si no podía soportar esa nimiedad, así que extendió el brazo y dejó que el tétrico hechicero le mordiera y probara su sangre. El resultado confirmó su ascendencia, por supuesto. Al final fue más perturbador que doloroso, aunque esto no quiere decir que no doliera bastante. Habría sido algo menos violento si Jabari no hubiera parecido disfrutar durante el trance.

Una vez terminadas las formalidades, les pidieron ayuda para tratar con un viejo dragón, Érisdar el verde, que poseía un vasto conocimiento y el don de la profecía.  Era extraño que les trataran como si fueran un grupo formal, teniendo en cuenta de que en ningún momento habían dicho una palabra acerca de seguir trabajando juntos después de la búsqueda de la cura de Bosque Brillo. Los Mandrágoras no estaban tan bien informados sobre ellos, después de todo. O quizás simplemente veían algo que ellos mismos no hacían. Sin embargo todos accedieron. Cada uno por sus motivos, sin duda, pero todos dieron el paso al frente como uno solo.

En cualquier caso, el simple hecho de llegar a encontrarse con tan sobrecogedor anfitrión resultó que no iba a ser simple en absoluto. Iban a necesitar un artefacto llamado la brújula de Penda’Gasht que estaban en manos de un señor del crimen de segunda llamado Parche, que dirigía un asentamiento principalmente enano en la frontera norte de los territorios de la casa Garrosh. Gobernaba el lugar, llamado  Hogrh’Dural, con mano de hierro, con la connivencia de los señores locales, que le permitían hacer lo que viniera en gana como si fuera un sátrapa a cambio de mantener la zona pacificada y de entregar puntualmente los tributos convenidos. Un colaboracionista de libro. Lo único que sabían sobre tan despreciable individuo era que era tan vanidoso como cruel, así como un jugador compulsivo. Una joya de hombre, pero no iban a tener más remedio que tratar con él.

El pueblo estaba construido en torno a dos minas, una tradicional, de hierro y algo de plata, y otra más antigua, excavada a cielo abierto, donde en tiempos se había explotado cobre, carbón mineral y una veta de diamantes, agotada siglos antes. La primera era la que mantenía vivo Hogrh’Dural. La segunda, conocida no sin cierto cinismo como la Fosa de Diamantes, había dejado de ser explotada hacía décadas, y se había convertido en una fortaleza llena de comercios, prostíbulos y tabernas, el minúsculo reino particular de Parche.  Un lugar sin más ley que la de su señor, donde el juego, la prostitución y todo el contrabando imaginable corrían sin freno. Teniendo suficiente dinero, no parecía que hubiera nada ilegal o pernicioso que no se pudiera conseguir allí.

Nada más llegar a Hogrh’Dural quedó claro que algo iba terriblemente mal. Había varios edificios dañados y aún humeantes, y los lugareños miraban de soslayo, pese a que debían de estar acostumbrado a trata con gente con mucha peor  pinta que ellos. Estaba claro que el pueblo había sido atacado muy recientemente. Preguntaron qué había pasado, y pese a las suspicacias, no tardaron en enterarse de que una partida de mercenarios había realizado una incursión. No era infrecuente que unos mercenarios se convirtieran en saqueadores entre contrato y contrato, y algunos incluso en medio de los desplazamientos de tropas. Lo que sí era extraño es que eligieran un poblado enano como objetivo. Eran lugares sólidos y compactos que favorecían a los defensores, habitados por gente dura, y que eran sangrados por los recaudadores con tanta frecuencia que no había nada que robar. En definitiva, demasiado riesgo para tan escasa recompensa. Además, los mercenarios pertenecían a la banda conocida como los Aulladores de Fenris, que tenían una cierta reputación que mantener. Era improbable que unos soldados así atacaran un lugar como aquel salvo que alguien les hubiera pagado por hacerlo.

Por si fuera poco al visitar la enfermería dependiente de la pequeña capilla de Athos descubrieron que había aparecido una extraña enfermedad. Los síntomas eran desconocidos, los enfermos dormían, pero no podían despertar, pero sí que había algo familiar, y es que las bendiciones curativas no funcionaban, como había constatado un joven elegido de Selene llamado Gredo, que casualmente pasaba por allí en su peregrinaje hacia una montaña en los territorios Thalos llamada la Aguja del Sol.

Algunos de los enfermos murmuraban en sueños algo acerca de un profeta esmeralda. Podría tratarse de Erisdar, el dragón verde que tenían que buscar. No tenían pruebas, pero intuyeron de inmediato que era una variante del mal que había azotado Karaya y Bosque Brilllo.

Fueron a ver al alcalde en un intento de lograr algún apoyo de cara al encuentro con Parche. El individuo en cuestión se llamaba Giffin, un enano obscenamente enjoyado para dirigir un pueblo tan pobre, que sin dejar de darse aires miraba nervioso a todas partes como si temiera ser atacado en cualquier momento. Era evidente que no debía de ser nadie especialmente querido en aquellos lares, y que debía su puesto únicamente al apoyo de Parche. A Thráin le recordó a una comadreja, implacable y cruel con los débiles, pero asustadiza ante los poderosos. Era evidente que ni la enfermedad ni el ataque sufrido le importaban un comino.

Nada más salir del ayuntamiento se toparon con un enano muy joven y nervioso que se presentó como Mainer. Les imploró ayuda. Al parecer un número desconocido de asaltantes aún permanecían en las minas. Al igual que una enana llamada Marbani, la verdadera líder de los enanos del lugar.

Se dirigieron a las minas de inmediato, excepto Mórrigan, que según sus propias palabras prefirió dejar las cosas heroicas para los héroes. El lugar era un matadero. Cadáveres por todas partes. Hombres, mujeres y algún niño. Y criaturas de las profundidades de todas las formas y tamaños. Algunas eran relativamente comunes, y podrían haberse visto atraídas por el olor de los cadáveres en descomposición desde varias millas a la redonda. Pero otras provenían de mucho más lejos, de la infraoscuridad, y era imposible explicar su presencia de forma tan simple. Más tarde caerían en la cuenta de que podía algo que ver con las fuerzas corruptoras que producían las enfermedades, que también habían vuelto a las bestias de Bosque Brillo más agresivas de lo que eran de por sí. Se abrieron paso entre ellas por todo el primer nivel, rescatando a un único superviviente, que se había encastillado en el atril elevado del capataz.

Thráin se sintió embargado por el horror de lo que veía, y por la furia contra los que habían dejado atrás semejante matanza, sólo por dinero, suponiendo que no obtuvieran algún placer sádico extendiendo aún más miseria por el mundo. Los poco sensibles, por no decir ultrajantes comentarios de Hadrian no es que ayudaran a digerir la situación, precisamente. El enano estuvo a punto de enzarzarse en una pelea contra el mercenario allí mismo. Élodrin medió para evitar males mayores, recriminando al paladín su falta de paciencia, consciente de que pedir un poco de sensibilidad a Hadrian sería tan inútil como intentar que un cerdo levantara el vuelo. Thráin sabía que el elfo tenía razón, aunque estaba demasiado dolido como para reconocerlo. No ante tantos muertos a los que ese mercenario había insultado sin más intención que darle un poco por saco.

Tras peinar el nivel superior se dirigieron a los inferiores, donde no tardaron en encontrar a los tres últimos supervivientes, entre ellos la venerable Marbani. Les explicó que algunos mercenarios se habían quedado, probablemente con el expreso propósito de matarla a ella. Entonces, como si los hubiera invocado, aparecieron dos guerreros armados hasta los dientes con capas cortas de piel de lobo. Los famosos Aulladores de Fenris, supusieron.

Los mercenarios estaban encantados de haber encontrado a su esquiva presa, y no parecían en absoluto preocupados por el hecho de que sus adversarios les superaran en cuatro a uno, lo que era como para preocuparse. El motivo de esta confianza  quedó claro cuando empezaron a contorsionarse de forma antinatural, creciendo y cubriéndose de pelo negro. Eran licántropos, lo que explicaba por qué los enanos no habían tenido ninguna oportunidad.

Pero esta vez se enfrentaban a guerreros, no a mineros. Hadrian y Élodrin se enfrentaron con uno, Thráin e Iyaira con el otro, y Aaron quedó dispuesto para sanar y apoyar a quien lo necesitara. Los licántropos sanaban sus heridas casi tan pronto como las recibían, y luchaban con fiereza, pero a base de ser golpeados una y otra vez se fueron resintiendo. Además, Thráin había imbuido su martillo con la energía celestial, que resultaba especialmente dañina para los cambiantes. Ambos fueron derribados prácticamente a la vez.

El registro de los cadáveres resultó más informativo que la conversación previa al combate. Ambos tenían sendas bolsas llenas de monedas de platino antiguas, de la época del reinado Argelan, así que seguramente esa casa era la responsable del ataque. Tenía sentido. Hogrh’Dural proveía metal para las armerías de los Garrosh, pero no estaba bajo su control directo, así que un ataque indirecto por medio de mercenarios no sería lo suficientemente grave como para tener consecuencias serias, y un noble de la corte Argelan podría sacar pecho presumiendo de haber pinchado a sus mortales enemigos sin miedo a represalias. Mientras tanto, en Penacles, algún gris funcionario caería en la cuenta de que Hogrh’Dural había enviado uno o dos carromatos de hierro menos de lo convenido, lo que anotaría en un papel que luego sería amontonado y olvidado entre cientos de legajos. Ni a uno ni a otro le importaría una mierda que treinta enanos hubieran sido asesinados.

Pero los dos mercenarios también poseían una segunda bolsa, con idéntica cantidad de dinero, esta vez en monedas con el escudo de los Garrosh. Alguien mucho más cercano les había pagado un sobresueldo a aquel par para que asesinaran a Marbani. La vieja enana dudaba que hubiera sido Parche, demasiado encerrado en la Fosa de Diamantes como para preocuparse por ella. El cobarde alcalde Giffin, por otro lado, sí que tenía motivos para temer que el liderazgo de Marbani amenazara su indigna posición. Así que decidieron que aquella valiente mujer debía de pasar a la clandestinidad. Por su propia seguridad, dejarían creer a Giffin que sus asesinos habían tenido éxito y que no sospechan de su implicación.

Élodrin se ofreció a tratar con él, lo que a Thráin le pareció excelente. Temía no ser capaz de reprimirse y acabar estrangulando a ese miserable, pese a que todos eran muy conscientes que no tenían otro remedio de seguir bailándole el agua hasta que lograran hacerse con la brújula. El elfo se limitó a contarle que habían encontrado y matado a un par de rezagados, y que el único superviviente había sido el del nivel superior. Como recompensa por eliminar a los mercenarios, se limitó a hacer que les sirvieran una cena gratis en la posada. Tacaño hasta para cubrir las apariencias.

Después de cenar se dirigieron a la Fosa de Diamantes, que bullía de actividad por la noche. Se dividieron en dos grupos. Élodrin se hizo pasar por promotor de luchas de foso, con Hadrian como su luchador y Aaron como su sanador particular. Iyaira y Thráin, por su lado, se hicieron pasar por mercaderes, vendiendo parte de las mercancías que los Mandrágoras les habían cedido para tal fin. Fueron los primeros los que lograron más avances. Con la intermediación de la madame de uno de los muchos burdeles apalabrando una pelea de más nivel para el día siguiente con el luchador de uno de los segundos de Parche, con la promesa de que se jugarían algo que su jefe deseaba conseguir. Los enanos apenas establecieron contacto con algunos mercaderes bastante tan desprovistos de escrúpulos como de honradez, y conocieron de vista a un par de personajes interesantes, una tiefling y un cazador de demonios albino llamado Gerard, que parecía interesado en el grupo de Élodrin.

Al día siguiente tuvo lugar el combate, como estaba pactado, y Hadrian venció con facilidad, como estaba previsto. El premio resultó ser una estatuilla procedente de las islas Suroa tallada en obsidiana, que seguramente había sido bastante difícil de conseguir. Sería de interés para un coleccionista como Parche. De hecho, apenas hubo finalizado el combate recibieron una invitación para acudir a una audiencia a la noche siguiente, como si de un monarca se tratara.

Y tras un día de descanso, acudieron a la llamada. El tal Parche era un enano tuerto y mal encarado, cubierto de alhajas y con una armadura con anchas hombreras. Seguramente trataba de tener un aspecto regio, pero con tal colección de trofeos de hazañas a cada cual más ignominiosa, a Thráin le recordó más bien a la madame de un prostíbulo. Naturalmente, tuvo el buen sentido de callarse semejante observación. Iba acompañado de dos guardaespaldas, un enano inmenso llamado Yagroh y una drow apodada Sátrapa. Era todo un aviso a navegantes. Si te metías con Parche podías acabar aplastado de inmediato o esperar a que un cuchillo te rajara la garganta mientras dormías.

 Optaron por un enfoque directo, para no insultar la inteligencia de su anfitrión dejando de hacerse pasar por mercaderes o similares. Dijeron quiénes eran y qué habían ido a buscar. Cabía la posibilidad de que Parche no quisiera desprenderse de la brújula a ningún precio, pero tampoco tenían tiempo para una estrategia más sutil como la de irse ganando su confianza poco a poco. Plantearon un intercambio directo, la brújula de Penda’Gasht por la estatuilla, pero el jefe de ladrones lo rechazó sin dudar. Afirmó que el valor de la brújula era mucho más elevado. Así que Élodrin decidió tentar  a ese bandido venido a más con su punto débil más conocido, su obsesión por el juego. Le planteó una apuesta múltiple, en la que se jugarían la estatuilla y unas cuantas gemas por la brújula. Sin embargo, Parche exigió fijar las condiciones. Elegiría las pruebas, lucha y un juego de dados llamado Gysh, le bastaría con ganar una prueba para llevarse el premio, y seleccionaría a los contendientes. Élodrin para la lucha y Aaron para el Gysh. Para colmo, en cuanto Élodrin aceptó su parte, Parche puso una condición más. Aaron  debería permanecer a su servicio durante un año y un día. Aquello era ultrajante. Sólo podía haber treinta y cinco elegidos en un momento dado, el valor de uno de ellos era incalculable. Al lado de eso, la brújula era calderilla. Y entrar al servicio de un sujeto así, aunque sólo fuera un mes, era una completa locura. Se corría el riesgo que se condenara a tiempo extra de servicio por cualquier infracción, real o imaginaria, de manera que jamás se recuperara la libertad. Thráin estaba pensando en cómo rechazar de plano tan abusiva propuesta sin desatar las iras de ese loco ególatra cuando Aaron aceptó. A duras penas logró contenerse para no abofetearle allí mismo. Élodrin tuvo la inspiración de dejar la estatuilla bajo la custodia de Parche hasta el día de la prueba. Una magnífica idea, era el único lugar donde nadie se atrevería a robarla. Ni siquiera el mismo Parche, atrapado en su propia impostura del hombre de negocios serio.

Iban a tener tres días para prepararse, y los dioses sabían que los iban a necesitar. Élodrin era ágil y tenía una buena defensa, pero tenía mandíbula de cristal le faltaba bastante pegada. Debía de aprender la técnica de Hadrian para valerse de su agilidad para golpear los puntos más flacos del enemigo. El mercenario fue un tutor implacable, y de tanto en tanto les ayudó Thráin como sparring y sanador. Debían suponer que el enano sería lo más parecido al adversario al que el elfo debería enfrentarse. Como se pareciera a Hadrian, no tendría ninguna oportunidad. Mientras tanto, Aaron aprendía la técnica del Gysh con Craster, un viejo enano que les había presentado Marbani. El chico carecía de malicia, lo que era una gran desventaja en ese tipo de juegos, pero a cambio era exageradamente afortunado. La Señora del Destino cuidaba de los suyos.

La noche antes de la prueba estaba Thráin paseando por las afueras de Hogrh’Dural junto con Mórrigan cuando un destello en el cielo anunció la aparición de un ser humanoide de tez azulada con alas de plumas. Se presentó como Raziel, uno de los devas de Athos, y declaró que venía a matarlo para impedir la vuelta de Móradin, por orden del sumo inquisidor Sasarai. Negándose a mancharse las manos con lo que consideraba un rival indigno, convocó a una armadura animada para que luchara contra el paladín enano en combate singular. Le pidió a Mórrigan que no si involucrara, a lo que ella respondió que no tenía la menor intención de entrometerse. Fue un enfrentamiento de poder a poder, pero Thráin logró imponerse, aunque a costa de emplear casi todas sus fuerzas y bendiciones.

Pero Raziel no había terminado, y convocó dos armaduras más. Era exagerado, una sola podría habría sobrado, herido y agotado como estaba, pero era la fría lógica de Athos. Aplastar cualquier oposición sin piedad, sin sentido de la proporción. Sólo quedaba vender cara su vida, pero en ese momento llegaron el resto de compañeros. Al ver a Aaron, Raziel se dirigió a él como el Nexo, y le ofreció unirse a Sasarai. El joven elegido dudó durante un momento antes de rechazar la oferta. Como respuesta, el ángel se limitó a invocar tres armaduras más,  como si tuviera todas las del mundo. Pero cuando el combate parecía inevitable llegó Gerard de Rivia, el cazador de demonios. Parecía que Raziel no sólo lo conocía, también le temía, y tras una altanera declaración de que volverían a verse, se esfumó tan misteriosamente como había aparecido.

Gerard no soltó prenda sobre la relación que hubiera tenido con el ángel, y se limitó a comentar la escasa diferencia entre el comportamiento de algunos ángeles y el de los demonios.

La noche siguiente era el momento decisivo, el vergonzoso desafío de parche. Se internaron en laberinto de construcciones ruinosas de la Fosa, hasta la corte del señor del crimen. Thráin miraba cada detalle del recorrido, tomando notas mentales que les ayudaran a planificar el rescate del insensato Aaron. El ambiente era tenso, y la confianza brillaba por su ausencia. Mórrigan vigilaba para asegurarse de que los ladones no hicieran trampas con medios mágicos, y Parche tenía a un hechicero a sueldo que hacía otro tanto con ellos.

La partida de Gysh fue sorprendentemente bien. Aaron no es que tuviera una estrategia muy imaginativa, pero los dados le sonrieron, y su permanente mueca entre inexpresiva y risueña era casi imposible de leer para su rival, que acabó desquiciada, despotricando que nadie podía tener tanta suerte. La partida acabó por la vía rápida, en sólo tres manos.

Quedaba la pelea. Como era de esperar, el adversario de Élodrin era un humano enorme, una montaña de músculo tatuado de aspecto feroz. Hasta ese punto era lo que se habían esperado, así que no era mala cosa. El primer round fue un brutal intercambio de golpes. Élodrin se movía bastante bien, zafándose con habilidad y golpeando con precisión, pero su rival se rehízo durante el descanso, del tal modo que en el segundo asalto el elfo comenzó a flaquear, pero aprovechó un momento en el que su rival titubeó para conectar una buena serie de golpes bajos que lograron derribarle. Sorprendentemente habían ganado, y sin tener que recurrir a ningún truco sucio, que habría sido algo muy arriesgado.

Apenas había caído el gigantón, la animada concurrencia se esfumó como por ensalmo. Nadie quería quedarse por ahí cuando estallara el inevitable ataque de ira de Parche. Era célebre por ser jugador, pero nadie había dicho nada de que fuera buen perdedor, así que estaban preparados para cualquier cosa. Sin embargo, Gerard se había quedado, lo que sin duda ayudó al bandido a vencer la tentación de incumplir su palabra. Por no tensar aún más la situación, Élodrin decidió ceder la estatuilla a Parche, y se marcharon como alma que lleva el diablo. A Thráin puso enfermo cederle nada a ese degenerado, pero no puso objeción. Con suerte podrían regresar algún día y poner las cosas en su sitio. Salieron de inmediato de Hogrh’Dural y caminaron durante horas antes de descansar. No respiraron tranquilos hasta bien entrado el día siguiente.

Se dirigieron hacia el este los próximos tres días, hasta el mismísimo Bosque de Airish. Durante el trayecto Élodrin estuvo investigando la brújula, y descubrió que señalaba imágenes ilusorias, así que supusieron que la guarida de Erisdar estaba oculta por conjuros.

Apenas hubieron llegado se toparon con una halfling que huía de unos soldados Garrosh, entre los que se encontraban dos oficiales montados en sendos grifos, y un tipo misterioso vestido con una túnica. Combatieron duramente. Especialmente digno de mención fue el enfrentamiento entre Hadrian y  el tipo de la túnica, que resultó ser un guerrero muy similar en estilo, y por lo visto se conocían, o al menos tenían conocidos comunes. Pasaron la mayor parte del combate esquivando magistralmente, y encajando muy pocos golpes, hasta que al final se fueron cansando y moviéndose más despacio, lo suficiente como para poder seguirlos con la vista. El otro flaqueó primero, y lo pagó con la vida. Hadrian le rajó el cuello con su kama. Mientras tanto, el resto acabaron con los demás soldados, salvo uno, que logró escapar.  Entre los muertos había una mujer, una jinete de grifo. Mórrigan la había paralizado, y Élodrin la había degollado sin ceremonia. La guerra no era lugar para galanterías, pero a Thráin le pareció terriblemente triste. Odiaba luchar contra mujeres, y aún más que murieran. Y aún más matarlas. No había sido él en persona, pero Élodrin era uno de los suyos, así que se sentía responsable.

Tuvieron entonces ocasión de hablar con Fran, la halfling, que resultó ser una exploradora de los Mandrágoras, subordinada de Iyaira. Les explicó que iba con un compañero que no había logrado sobrevivir cuando habían sido sorprendidos por una patrulla mientras peinaban las cercanías.

Reconocieron el terreno alrededor y localizaron un campamento de los Garrosh. Uno grande. Una dotación de grifos, caballería, y al menos trescientos infantes. Y una unidad de apoyo de la Inquisición, que en ese momento estaba ocupada torturando a unos gnomos de los bosques, hasta que se convencieron de que no sabían nada y los asesinaron a sangre fría. No estaba claro si querían alguna información o simplemente disfrutaban haciéndolo. Era monstruoso, pero no podían hacer nada por ellos. Thráin se sentía impotente.

Se dirigieron al campamento de los Mandrágoras. No podían salvar a aquellas personas, pero al menos podían avisar a los compañeros de Iyaira de lo que se les venía encima. El campamento estaba bastante bien organizado, con tiendas de campaña de estilo militar, viejas y parcheadas pero en un estado aceptable. Seguramente habían sido rescatadas de los innumerables campamentos abandonados de la Guerra del Escorpión. Allí se encontraron con Sarah, una de las amigas perdidas de Élodrin. Fue un emotivo reencuentro.

Iyaira les dirigió hacia una de las tiendas, más o menos en el centro del campamento, pero sin ningún estandarte ni señal que la diferenciara de las otras. En su interior les esperaba un hombre de treinta y tantos, pelo castaño, barba de tres o cuatro días, delgado, ni alto ni bajo. Lo único que le diferenciaba del resto de Mandrágoras era su aura de puro carisma, y la deferencia con la que el resto se dirigían a él, así como una vara situada en una esquina decorada con la figura estilizada de un dragón rojo, que señalaba a su poseedor como un hechicero, o un apóstata, como sin duda le llamaría la Inquisición. Era Kaine, el misterioso líder de los Mandrágoras. Era un hombre de trato afable, que caía bien de inmediato. Thráin trató de mostrarse igualmente accesible, pero cauto. Supuso que iba depender mucho de ese hombre en el futuro, así que necesitaba conocerle lo mejor posible a la mayor brevedad y ganarse su respeto. Y como días atrás le había sugerido Iyaira para lides completamente distintas, iba a tener que aprender a guardarse algunas cartas.

Después de las presentaciones de rigor, le pusieron al día sobre la presencia del ejército Garrosh, la enfermedad que estaba azotando Hogrh’Dural y la obtención de la brújula de Penda’Gasht. Kaine les dijo que su vara era un artefacto legendario, pero que había perdido buena parte de su poder con el paso de los siglos, así que les pidió que le preguntaran a Érisdar cómo devolvérselo.

Entonces entró en la tienda una mujer elfa llamada Naheka, una archiduida a la que apodaban como la Consorte de Gaia. Tenía un aspecto impresionante, atemporal, como si fuera tan anciana y sabia como el mundo, pero conservara toda la belleza de la juventud. Le acompañaba un semielfo bastante joven, su aprendiz. Se presentó como Ailen, y les dijo que les iba a guiar al interior del bosque, a donde se suponía que se encontraba la entrada a la guarida de Erisdar.

Kaine les ofreció entonces ingresar en los Mandrágoras. Élodrin estuvo a punto de aceptar, pero al final rehusó, aunque dejando abierta la puerta para hacerlo en el futuro. Aaron sí que aceptó el ofrecimiento, y se celebró una pequeña ceremonia informal para celebrarlo. Thráin se alegró de que el elegido de Ayailla hubiera decidido finalmente tomar partido. Parecía que el bando que eligiera iba a tener una importancia vital en los acontecimientos futuros, y aunque no había dicho nada al respecto, le preocupaba profundamente que hubiera estado tan cerca de aceptar la oferta de Raziel. En este punto Hadrian se despidió. Dijo que ni por todo el oro del mundo se iba a meter en la guarida de un dragón. Él era un mercenario, y las recompensas se disfrutaban permaneciendo vivo.

El resto se dirigió a la supuesta entrada. El lugar en cuestión resultó ser un risco por donde caía un río en una enorme cascada. Esperaban que después de tantas molestias para conseguir la Brújula no se redujera todo a la clásica entrada oculta tras la cascada, pero antes de poder comprobarlo apareció una pareja de trolls que requirió toda su atención durante unos minutos. No disponían de fuego, así que no les quedó otro remedio que herirles una y otra vez mientras sus heridas se sanaban a velocidad de vértigo, y quemar sus cuerpos antes de que pudieran volver a levantarse. Tras unos minutos para recuperar el resuello retomaron la búsqueda de la entrada, que resultó estar situada en mitad del risco, protegida por una ilusión tan perfecta que hasta resultaba sólida al tacto. Habría sido imposible localizarla sin la Brújula, y sólo su poder debilitó la barrera mágica lo suficiente como para poder atravesarla.

Cruzaron una cueva y se encontraron ante Naran’Alora, una majestuosa ciudad élfica en las tierras del antiguo reino de Thorindor, abandonada siglos atrás, quizás durante la guerra civil de los elfos, quizás durante la guerra por la Eternidad. En una posición privilegiada encontraron un altar cubierto, y en él unos símbolos garabateados, sin orden ni concierto. Algunos estaban escritos en élfico, otros en draconiano. Parecían anotaciones hechas al azar, preguntas retóricas. Desvaríos. O profecías…

Antes de que pudieran ponerse de acuerdo una inmensa figura se abalanzó sobre ellos, casi ocultando el sol. Mórrigan había advertido a Aaron y Thráin que Erisdar haría que el dragón que habían visto en Campoverde pareciera una lagartija, y no mentía. Sin embargo, a pesar de su sobrecogedora presencia, era evidente que el Profeta Esmeralda estaba muy enfermo. Grandes pústulas moradas cubrían buena parte de su piel, y parecía que su mente también había sido afectada. Hablaba dubitativo y balbuceante, iracundo en determinados momentos. Les llegó a acusar de haber intentado robarle. Temieron por sus vidas, pero la sangre no llegó al río. Finalmente, clamó contra una lahmia llamada Ítica, que se había aliado con los agentes del Devorador, que habían corrompido el núcleo del bosque. Era lo mismo que había sucedido en Bosque Brillo, ya que hasta los síntomas del dragón eran similares, así que sabían lo que debían hacer.

Se dirigieron a un edificio gigantesco, coronado por una cúpula sencillamente majestuosa. Thráin no pudo menos que maravillarse ante la maestría del trabajo de cantería de los elfos. Tanto los muros con grandes vanos como las columnas decoradas parecían demasiado finos para sostener semejante estructura, pero ocho siglos después de haber sido abandonado, el edificio se mantenía en pie en un estado bastante aceptable. Era increíble que los humanos siguieran conformándose con sus estructuras chapuceras que se caían a pedazos en pocas décadas.

Se abrieron camino hasta una gran plaza central, presidida por un gran pozo. Era el núcleo, el lugar a purificar. Guardándolo se encontraba la lahmia cuya muerte había exigido Érisdar. Estaba protegida por tres engendros humanoides con un solo ojo, y por sus propios conjuros, que proyectaban copias idénticas de sí misma. En cuanto saltó del balcón donde se agazapaba y pisó el suelo, no le dieron ninguna oportunidad. Concentraron sus ataques en ella hasta que sus ilusiones fueron disipadas y acabó muerta.

Pero Ítica no era la causante del mal, sólo su guardiana. Subieron por una amplísima escalera de caracol para encontrar una amplia sala llena de tesoros, donde había algunos hombres y gnomos inconscientes, que parecían muy enfermos. Entonces descendió del techo una monstruosa cabeza flotante, con un solo ojo, y cuatro pequeños tentáculos terminados en óculos adicionales, más pequeños. Estaba claro que era el emisario del Devorador de Estrellas, el verdadero rival a batir. El monstruo vomitó un diminuto ser, similar a una langosta, pero apenas tocó el suelo creció hasta adquirir un tamaño enorme. Al mismo tiempo, algunos de los gnomos enfermos se convulsionaron violentamente y sus abdómenes estallaron en una lluvia de sangre y vísceras, de las que salieron una especie de horribles gusanos gigantes. Mórrigan y Aaron comenzaron un duelo de conjuros a distancia con la cabeza flotante, que se mantuvo a suficiente altura para evitar los ataques cuerpo a cuerpo. Así que el resto se concentraron primero en los gusanos, y luego en la langosta gigante. Los gusanos no parecían especialmente peligrosos, pero temían que pudieran infectarles del mismo modo que habían hecho con aquellos pobres desgraciados. El resultado fue una gran victoria. Al morir la cabeza flotante se disolvió en medio de un espeso humo, dejando atrás sólo una piedra negra con una runa grabada, muy similar a la que habían encontrado en el árbol corazón de Bosque Brillo.

Ninguno osó tocar una sola moneda de los tesoros que hallaron en la sala. Era evidente que el dragón no se tomaría nada bien que se tomaran según qué libertades, y todos habían oído historias de que los dragones memorizaban sus tesoros hasta la última moneda de cobre, de modo que podían reconocer hasta el más mínimo expolio al instante. Así que mientras Aaron entonaba el interminable ritual de purificación el resto exploraron a conciencia el lugar. Encontraron a más hombres y gnomos infectados por esos parásitos infernales. Por la mayoría no pudieron hacer nada, pero hubo tres que estaban en mejor estado, dos humanos, ambos soldados de los Garrosh, y un gnomo. Thráin descubrió que podía sanarles imponiéndoles las manos y usando sus bendiciones sanadoras. No dudó un instante en salvar a los soldados. No eran los que habían ordenado las barbaridades que habían cometido los ejércitos. Y además, independientemente de los pecados que hubieran cometido, nadie merecía morir así. No obstante, los tres supervivientes seguían inconscientes, e iban a necesitar ayuda para salir de allí.

Una vez finalizado el ritual, llenaron todos sus odres con agua del pozo purificado y salieron a reunirse con Érisdar. Élodrin le ofreció la cabeza cercenada de la lahmia, lo que le calmó lo suficiente como para que les permitiera lavar sus pústulas con el agua sanadora, de la que también bebió un buen trago. Casi de inmediato el dragón se recuperó. Sus rutilantes escamas verdes resplandecían como esmeraldas.

Sin decir una palabra el dragón alzó el vuelo, y regresó unos minutos más tarde con un pequeño cofre lleno de monedas de platino para cada uno. A Thráin no le cabía duda de que también había examinado su tesoro para comprobar que no faltara nada, aunque nada dijo al respecto. Les invitó a que plantearan sus preguntas. Consultaron sus dudas acerca de cómo destronar un dios, sobre el avatar del caos o cómo devolver el poder a la vara de Kaine. Élodrin preguntó algo más en draconiano, que evidentemente no entendieron los demás.

Érisdar les ofreció llevarles al campamento Mandrágora, dando una vuelta primero por el campamento de los Garrosh, para recordarles que no era buena idea tratar de invadir su bosque. Todos aceptaron, aunque Iyaira hizo ver a Thráin que los hombres y el gnomo que habían salvado no podrían subir a lomos del dragón, y no estaban en condiciones de salir de allí por su propio pie. Así que los dos enanos harían el camino a pie cargando con esas pobres personas. Thráin sintió una punzada de envidia mientras sus compañeros despegaban en lo que prometía ser una experiencia inolvidable, pero no le cabía duda de que era lo correcto. Y había compañías más desagradables que Iyaira en el mundo…

Estaba atardeciendo cuando llegaron al campamento de los Mandrágoras, pero habían ocurrido muchas cosas en su ausencia. Todo un ejército de soldados Garrosh había asaltado el campamento, pero los Mandrágoras estaban preparados. La mayor parte de los civiles ya se habían marchado, y los conjuros de Kaine y Naheka costaron un sangriento peaje a los invasores. Pero el momento decisivo había sido la llegada de Érisdar, justo cuando las defensas de los rebeldes comenzaban a flaquear, rociando formaciones enteras con su aliento venenoso, y convirtiendo una derrota cierta en una gran victoria.

Había un ambiente de celebración que lo impregnaba todo, pese a que a nadie se le escapaba que habría represalias. La casa reinante no podía permitirse que le dejaran en evidencia de ese modo.

Curiosamente, Hadrian estaba algo taciturno. Al parecer se había quedado valiente y desinteresadamente protegiendo un flanco con algunos civiles rezagados, entre ellos los amigos de Élodrin, y había sido gravemente herido por Daken Garrosh, uno de los generales más sádicos y eficientes de la casa. Si no hubiera sido por la oportuna llegada de Aaron y sus bendiciones sanadoras, no lo habría contado. El mercenario parecía… distinto. Pero Thráin no alcanzaba a comprender exactamente en qué.

Pero había algo más. Sus compañeros le informaron de que como despedida antes de refugiarse de la más que previsible venganza de los Thalos, el Profeta Esmeralda les había encomendado la misión de reforjar la Corona de Ámbar, el objeto que su tatarabuelo había usado para detener al Devorador de Estrellas, y  que había desatado la codicia de los humanos hasta el punto de que traicionaran a su raza, y casi la exterminaran…

Deberían dirigirse hacia el oeste, hacia una montaña en mitad del territorio Talos llamada la Aguja del Sol. Allí deberían recolectar el ámbar y el mithril más puros, y encontrar a un maestro artesano tocado por la divinidad. También necesitarían la sangre de un rey. Su sangre, pese a que no era rey de nada. Y era posible que nunca llegara a serlo.

Algo en el interior de Thráin protestaba. Esa corona había salvado el mundo, pero también había sido la perdición de su raza y de su portador. No solo otorgaba poder, también la inmortalidad. Una tentación que no debería ser puesta al alcance de los mortales. No quería hacerlo, por no hablar de que no quería abandonar a la gente de los Territorios sin Rey cuando sus actos habian convertido la región en un avispero, cuando muchos de los suyos se alzaban para recuperar su libertad. Pero no parecía que tuvieran alternativa.

La Leyenda de la Corona Ámbar

Hubo un tiempo, antes de los tiempos de los reinos de los hombres, que fue conocida como la Era de los Compañeros. Una era en la que una elfa, un enano y un gnomo primero, y sus allegados humanos después, se convirtieron en los más íntimos e inseparables amigos.
En un inicio, el trío viajo recorriendo toda Gaia, llegando a lugares y encontrando maravillas que ningún ser vivo había imaginado hasta entonces, de las cuales sin duda no la menos de ellas fue la Cueva de Ámbar, situada bajo una montaña cuyo nombre y localización se han perdido con el paso de los siglos. El poder de ese Ámbar no tenía reflejo ninguno en nada que hubiera existido en el reino material, de tal forma que la elfa, sabia y cauta, aconsejó al enano que ocultaran la localización de dicha cueva y no lo revelaran jamás, encargando a una estirpe de guardianes su protección. Finalmente con la ayuda del gnomo consiguió frenar la ambición del enano y pudieron continuar su viaje a través de desiertos, pantanos, llanuras, ríos, valles y montañas.
Al cabo de los años, tras incalculables hazañas y enfrentamientos con las mismas huestes del Caído Asmodeus, el enano se convirtió en el nuevo Rey de Thorindor, gobernando sobre las tierras que alcanzaban de un mar a otro y que constituían el Imperio de los Enanos, Thorin Az-Kadahr. El gnomo permaneció a su lado, convirtiéndose en el arlequín de la corte como siempre fue su deseo, y en el fiel consejero y amigo del rey. La hechicera elfa por su parte continuó su viaje de conocimiento con la promesa de volver cada año a reunirse con sus queridos amigos. Los años y las décadas pasaron y la promesa nunca se rompió, durante un largo periodo durante el que el Imperio de Thorindor, así como las tierras que abarcaba, prosperaron en armonía de enanos, elfos, gnomos, halflings y los jóvenes humanos.
Y fue en compañía de un trío de estos últimos que apareció un día la hechicera en la corte de Thorindor, su aprendiz y sus nuevos amigos, el guerrero Halcón y la sacerdotisa de la Madre. Lo que encontraron sin embargo fue al rey enano yaciendo sobre su lecho de muerte, con el arlequín llorando a su lado.
- Su esposa ha fallecido, y ahora la pena y los siglos vienen también a reclamarle a él. Tienes que quedarte con nosotros y ayudarle a volver a ser el que era – lloró el arlequín.
- No puedo quedarme aquí, pues he entregado mi corazón a un hombre, al Halcón, y debo partir con él a desentrañar extraños presagios – respondió la elfa.  – Sin embargo, ayudaré a nuestro amigo con todos los medios a mi alcance antes de continuar mi viaje.
La hechicera recurrió entonces al mismo poder que habían escondido siglos atrás: forjó una gema del místico y temible Ámbar, y usó poderosos sortilegios para crear una corona del más puro mithril en la que engarzarla. La Corona Ámbar restauró las energías y el vigor de la juventud en el cuerpo del Rey y le infundió con una magia más antigua que el tiempo, convirtiéndole en el Rey Eterno. La Corona le había otorgado el don de la inmortalidad.
Así fue como, decidido a proteger su reino junto a sus nuevos amigos, el Rey Eterno se unió de nuevo a los Compañeros junto con el fiel arlequín. La amen…
-- El siguiente fragmento parece haber sido borrado del pergamino, y resulta ilegible --
Gaia era segura una vez más, pero el terrible destino de la sacerdotisa y el arlequín pesaba con fuerza en los corazones de los Compañeros. Se separaron de nuevo, cada uno retornando a las obligaciones que tenían para con su tierra, familia o imperio. Sin embargo, no pasaría mucho tiempo hasta que se volvieran a encontrar, si bien por unos motivos mucho más primarios.
Los celos, la envidia y el ansia de poder se adueñaron de los pensamientos de los hombres, como era su naturaleza. El Halcón, cegado por su amor por la elfa y por los dones que ésta había otorgado al Rey enano, conspiró en su contra. La Corona Ámbar sería suya, o de nadie más. En secreto, se reunió con los líderes de las otras siete principales casas de los hombres que se encontraban integradas en el Imperio de Thorindor, y conjuraron su traición. El Halcón, el Lobo, el Escorpión, el Pez, la Rosa, el Grifo, la Serpiente y el Tigre habían dado inicio a la Guerra por la Eternidad.
Los hombres se enfrentaron a enanos y gnomos en batalla mientras que la guerra civil élfica estaba en su punto más álgido, lo que les impidió a estos tomar partido tal y como habían planeado los sublevados. Miles, decenas de miles, murieron por todo el continente, tiñendo la superficie de Gaia de rojo carmesí mezclado con el brillo de las lágrimas de las familias rotas. Finalmente, el Imperio Enano de Thorindor, que se pensaba imbatible, fue tomado por sorpresa y atacado en todos los frentes posibles cuando los poderes oscuros que el Halcón había invocado en su ayuda remataron lo que los humanos habían iniciado. En la última batalla, el Halcón mismo asesinó con sus propias manos al Rey Eterno y arrebató la Corona Ámbar de su cuerpo aún caliente. La guerra había terminado, y los enanos habían seguido el camino de gigantes y dragones hacia la pérdida y la destrucción de sus tierras.
La traición de los humanos sin embargo no quedó sin castigo. La hechicera, completados finalmente sus viajes y cumplidas sus responsabilidades con su gente, retornó para encontrar el cuerpo de su mejor amigo yaciendo sobre la roca, en las profundidades de la montaña, su vida arrebatada por el hombre al que había confiado su amor.
Su furia no tuvo parangón alguno. Invocó toda la magia de los antiguos tiempos que había descubierto en sus búsquedas y se reveló como una Elfa Bruja, la más poderosa que jamás hubiera existido.
Con un movimiento de su mano, paralizó ejércitos. Con una mirada, lanzó su venganza sobre el Halcón, exiliándole a él y a su casa para no volver a ser vistos jamás. Con una palabra apenas susurrada, impuso su maldición sobre los siete señores que habían seguido al Halcón en su traicionera senda.
- Vosotros y vuestros herederos portareis por siempre una maldición, una por cada línea de sangre, para recordaros a vosotros, a vuestros hijos, y a los hijos de vuestros hijos los pecados que llevaron a este día. El Lobo se convertirá en la encarnación de la ira más salvaje que habéis desencadenado en mi misma. El Escorpión se regirá por la avaricia que ha motivado vuestros actos. El Pez se dejará arrastrar por la pereza de cuerpo y de mente. El hambre más siniestro será la maldición que haga marchitar la Rosa, mientras que la soberbia gobernará los días del Grifo, siempre altivo. La lujuria corromperá el mismo ser de la Serpiente y lo convertirá en cenizas. Finalmente, el Tigre sentirá en él mismo la envidia que provocó la caída de todo lo que amaba el rey. Jamás conoceréis de nuevo la paz ni la alegría a las que habéis fallado en este día.

Y así fue como, el Imperio Enano de Thorindor desapareció, la humanidad se expandió sobre sus ruinas, y la Elfa Bruja, la Bruja de Darkholme, desapareció con la Corona Ámbar para no volver jamás.

viernes, 14 de agosto de 2015

Crónicas del ocaso VI (A): La brújula de Penda'Gasht

Cercanías del bosque de Airysh 16 de noviembre del año 815
Hace ya unos días que abandonamos la ciudad minera de Hogrh’Dural, donde acontecieron hechos dignos de recordar, incluso gestas merecedoras de una canción. Tras nuestra reciente, digamos... "colaboración", con los Mandragoras, se nos asignó la misión de encontrar a un anciano dragón verde conocido como el Profeta Esmeralda. Para ello, según nos dijeron, sería esencial recuperar un antiguo artefacto de gran poder, la brújula de Penda'Gasht, que suponemos nos permitirá superar las distintas barreras mágicas con la que haya ocultado su cubículo el dragón. Esta brújula se encontraba en poder de Parche, un cabecilla local Hogrh’Dural, o mejor dicho, el cacique central de una subsociedad de ladrones, traficantes y demás criminales que, alojada en la antigua mina, conocida como la Fosa de los Diamantes, parasita la ciudad, gobierna en la sombra y absorbe las riquezas proporcionadas por las minas de cobre y plata de la ciudad.
Y con estas escuetas directrices entramos en Hogrh’Dural. Nada más entrar, en la misma taberna en la que nos hospedamos, nos enteramos del ataque sufrido el día anterior por una despiadada banda de mercenarios, los Aulladores de Fenris. Al parecer habían realizado un ataque relámpago en el que habían robado, matado y quemado todo lo que se cruzó en su camino, e incluso se atrevieron a expoliar los interiores de las mismísimas minas. También nos enteramos de una extraña enfermedad que estaba causando estragos entre los más débiles. Inmediatamente pensamos en la plaga de Bosque Brillo, pero en este caso los afectados se sumían en un intranquilo sueño del que no eran capaces de despertar. Tras descansar unas horas hicimos la debida visita a la autoridad local, el alcalde Gifin. Tras unos minutos de audiencia, en lo que nos presentamos como simples mercaderes, no nos quedó duda de su carácter: mezquino, conspirador, avaro y lo peor de todo para nuestra misión, una marioneta de parche para "legitimar" su control sobre la ciudad. Apenas habíamos tomado contacto con la ciudad y no conseguíamos ni esbozar cómo diantres podríamos conseguir la dichosa brújula. Parecía ser más fácil ir a Penacles y robarle la túnica al Sumo Inquisidor Sasarai.
Y mientras reflexionamos sobre nuestros próximos movimientos, nos abordó un enano embozado en una desgastada capa. Se presentó como Malner, un minero que había sido herido en el combate (o más bien masacre) producida por los mercenarios. Al contrario de lo que pensábamos,  nos dijo que algunos mercenarios seguían en las minas, y al parecer perseguían a una enana llamada Marbani, una autoridad entre sus compañeros enanos, de buen corazón y única opositora real al dominio del binomio Gifin-Parche. Aquello olía realmente mal, y pronto empezamos a pensar en un ataque urdido por el propio alcalde. En cualquier caso nos pusimos de camino. No sabíamos por dónde empezar nuestra búsqueda, no podíamos ignorar la petición de ayuda de Malner, y aunque Thrain y Aaron me odiasen por ello, si Parche la quería muerta sería interesante que nosotros llegásemos antes.
Y de esta forma tan heroica, todos menos Morrigan, que prefirió investigar la pista de la misteriosa enfermedad (que de nuevo demostró tener un origen sobrenatural, al no verse afectado por los poderes de nuestros divinos camaradas), nos adentramos en las peligrosas minas  Hogrh’Dural en busca de la damisela en apuros. En el camino conseguimos salvar algún minero, y nos enfrentamos a terribles criaturas del submundo, más propias de los territorios Drow que de una mina. Allá donde mirábamos veíamos los estragos causados por los Aulladores. En cada corredor y sala encontrábamos decenas de cadáveres, todos ellos de mineros enanos. Habían sido masacrados con saña por sus atacantes, y los pocos que habían sobrevivido habían sido pasto de las criaturas del submundo que nos acechaban en cada esquina. ¿Guardaría  alguna relación con la enfermedad, al igual que en Bosque Brillo la corrupción mutó y afectó a las mentes de las criaturas del bosque? Era muy probable, pero no estábamos allí para investigar. Tras acabar con algunas de estas criaturas aberrantes, la mayoría de las cuales no habríamos visto ni en pesadillas, por fin dimos con Marbani, acompañada por dos mineros. Lejos de ser la damisela que me imaginaba resultó ser una enana bien entrada en años,  de mirada dura pero inspiradora. Sin duda una líder.  Pero nada más encontrarla aparecieron dos mercenarios. Al parecer nos habían seguido y esperaban que diésemos con Marbani. Tras agradecernos gentilmente que hiciésemos salir a la enana, comenzó su transformación. Sus cuerpos se empezaron a hinchar y recubrirse de un oscuro pelaje, mientras sus cabezas desarrollaban hocicos y fauces con enormes y afilados dientes, sus manos se convertían y garras, sus espaldas se arqueaban  y su tamaño se doblaba. Por fin el nombre de su compañía cobraba sentido, eran licántropos. Con razón los pobres mineros no habían tenido ninguna posibilidad.
El combate fue duro. Nuestros golpes parecían no tener efecto, pues el ímpetu de sus ataques no disminuía pese a las serias heridas que les infringíamos. Thrain y Aaron, acompañado del poder de sus dioses parecían mantener su rival a raya, y el segundo acabó por caer en la danza de destrucción  que solemos provocar cuando peleo junto a Hadrian. Al final la premisa parece cierta, todo lo que sangra puede morir, y aquel maldito licántropo sangró como para llenar una bañera.
Ante las sospechas de conspiración, decidimos sacar a Marbani y sus acompañantes en la clandestinidad, para no llamar la atención de Gifin. Nos juntamos con ella y Morrigan en lugar seguro, fuera de miradas indiscretas, en la seguridad de un sótano encubierto. Informamos a Marbani sobre nuestro objetivo, pero apenas nos proporcionó información que no supiéramos. Sólo había tres formas de conseguir algo de Parche, con un ejército superior al suyo (cosa fuera de nuestro alcance), cambiándolo por algo de más valor (también improbable, salvo que el Rey Enano cague oro) o apostando algo lo suficientemente valioso, pero en este caso sólo accedería en caso de estar seguro de ganar. De nuevo el asunto tenía una pinta lamentable.
Aquella noche bajamos a los dominios de Parche, la vieja mina, ahora llena de casuchas y tugurios de arcilla y chapa, conectadas por callejones y  pasarelas entre los distintos niveles. Sólo sobresalían sobre el resto las casonas de los caciques, entre la que destacaba el palacete de Parche, y algún local de más entidad. Recorrí distintos antros, haciendo preguntas discretas, jugando a los dados (jugaban a una curiosa variante del Gysh) y condonando deudas por favores o información. Pero poco saqué aquella noche, salvo contemplar otro de los numeritos de Hadrian en el foso. Al menos algo parecía claro, sólo cinco cosas movían aquella ciudad, el sexo, el dinero (de estas dos Parche tenía cuanto quería, o al menos más de lo que pudiéramos o quisiéramos ofrecerle), las peleas de foso, el Gysh y las carreras de cuadrigas. Por eliminación rápidamente me decanté por las peleas de foso, donde Hadrian podría marcar la diferencia. Pero para apostar necesitábamos algo que Parche quisiera, y aquella noche no dimos con nada relevante. Fue al día siguiente cuando nuestro plan acabó por concretarse. Recorrimos tabernas y burdeles,  hablamos con comerciantes, prestamistas y amantes de lo ajeno. Incluso hicimos “favores” de los que no nos sentimos demasiado orgullosos, pero finalmente conseguimos un combate en un local importante, la Espada en la Sombra. Allí Hadrian se enfrentó con el “Titán de Azabeche”, al que no hace falta que describa, y tras deleitarnos con su particular visión del espectáculo en un combate, acabó por dejar a su adversario para guardar cama unos cuantos días. Poco antes del combate, me tocó interpretar el papel de adinerado y aburrido mercader de lo exótico y tuve unas cuantas negociaciones con el propietario del local. Acordamos las condiciones clásicas, el ganador se llevaría su parte de las apuestas, pero no pudo resistirse a un doble o nada, y se jugó una valiosa estatuilla, a la que Parche había puesto el ojo, contra cuatro gemas que habíamos reunido en nuestras andanzas anteriores.
Nada más abandonar el local, nos esperaba una figura, que nos pidió le acompañásemos al palacete de Parche. Tal y como habíamos previsto, la victoria de Hadrian no había pasado desapercibida. Ahora sólo quedaba lo más difícil, ganar a Parche en su propio juego. Nos adentramos en su ostentosa morada, llena de obras de arte, ricas telas y guardias en todas las puertas. Estaba seguro de que aquella ruta estaba estudiada para sobrecoger e intimidar a sus visitas. Y finalmente llegamos a su “sala de audiencias”, un enorme salón con salida al enorme palco exclusivo del circo central de la Fosa de los Diamantes. Y allí, en un intrincado trono se encontraba Parche, cual rey de aquellas infectas tierras, custodiado por su dos matones de confianza, un imponente enano llamado Yadgrog y una peligrosa drow conocida como Sátrapa.
Evidentemente conocía de nuestra llegada días atrás, así que no intentamos insultar su inteligencia (o lo que es peor, su red de informadores) siguiendo con el cuento de los comerciantes, así que fuimos directos al grano. Éramos aventureros y queríamos la brújula de Penda'Gasht, y sólo teníamos la bonita estatuilla para intercambiar. Ofrecimos jugárnoslo a todo o nada en una emocionante competición multidisciplinar de Gysh, combate de foso y carrera de cuádrigas, y de repente sus ojos centellearon ante una mezcla de codicia, emoción y sadismo. Descartó las cuadrigas, y nos propuso un duelo mixto de Gysh y lucha. Pero con sus reglas. En primer lugar, dado lo desbalanceado de los objetos apostados, deberíamos ganar ambas competiciones para llevarnos la apuesta. Además, sería yo quién luchase en foso, y el chico quien jugase a Gysh. Hubo un momento de duda, disfrutaba al ver como nuestra falsa seguridad se hacía añicos. Y tras unos segundos deleitándose con nuestras turbadas caras, añadió la guinda final. Si perdíamos, el chico, nuestro jodido Aaron, se quedaría como “invitado de honor” durante todo un año. Aquello era el colmo, estaba a punto de quejarme y romper el trato (que le jodan a los Mandragoras, no estaba dispuesto a sacrificar tanto), hasta que Aaron aceptó el trato. Maldito chalado, no duraría ni una semana como vasallo de aquel megalómano, y además haría que me partiese la cabeza un bruto tatuado, pues sin mis hojas apenas me podría escabullir y herir a mi contrincante a pullas. Hadrian, tan sorprendido como todos, al menos pudo reaccionar, y le pidió una semana a Parche para prepararnos, lo que quedó finalmente en cuatro días. Cuatro días para convertir a un inocente muchacho en un as del engaño y la estrategia, y a un escuálido elfo en una máquina de partir huesos en una lucha cuerpo a cuerpo.
A la mañana siguiente, temprano, comenzó nuestra carrera a lo imposible.  La gente de Marbani puso en contacto a Aaron con un viejo jugador de Gysh, el mejor de la zona, llamado Craster, que inculcó al chico los principios del juego, a base de paciencia y coscorrones. Tras sólo una jornada juraba que nunca había visto a nadie tan malo y con tanta suerte con los dados. Aquello era alentador, al menos teníamos la mitad del trabajo hecho, y con las enseñanzas de Craster no era una locura que llegase a hacer de Aaron incluso un buen jugador.
Mi camino, como era de esperar,  fue más cruento. Maratonianas jornadas  de lucha con Hadrian, que me golpeaba sin compasión, corregía mis errores con más golpes y mis efímeras victorias con más golpes aún. Sólo llevaba una jornada y ya pensaba en el abandono. El dolor físico se veía incrementado por la frustración. Pero Hadrian no daba pie ni a las dudas. Poco a poco, y aguantando gracias a los ánimos, y más valiosas sanaciones mágicas proporcionadas por Aaron y Thrain, fui interiorizando los preceptos inculcados. Aprovechar la fuerza del rival en su contra, golpear con precisión los puntos débiles del enemigo (aquello no me era del todo ajeno), y encajar los golpes (lección más practicada).
La tercera noche, como para celebrar la víspera de nuestra estrepitosa caída a los infiernos, hubo un incidente digno de mención. Un resplandor en el cielo me sacó de mi  meditación y Aaron me alertó de un ataque a Thrain. Rápidamente fuimos en su ayuda, pero la escena que contemplamos era realmente extraña. Un imponente Ángel, acompañado por sus esbirros alados amenazaba a Thrain, que parecía agotado y tenía la cara cubierta de sangre. Y se disponía a acabar el trabajo, al invocar cinco relucientes soldados de metal movidos por su voluntad, cuando la irrupción de una figura acaparó su atención. Se presentó como Gerard de Rivia, un cazador de demonios, y pareció intimidar al mismísimo ángel, del que parecía un viejo conocido, porque tras hacer una clásica declaración de intenciones, optó por retirarse junto a su séquito.
Pero lo que más recuerdo de aquella noche es la forma en la que me miraba Gerad, como si me conociese de toda la vida. Y más desconcertante aún fue cuando me ofreció algo, un fragmento de colgante que encajaba a la perfección con el mío, que había recibido de mi madre. Le pregunté si nos conocía, pero no obtuve respuesta, y tal y como había venido se fue.
A la mañana siguiente retomé el ritmo infernal de entrenamiento. Apuramos hasta pocas horas antes del combate, y tras recibir la necesaria recuperación mágica, bajamos a la Fosa.
La expectación popular era inmensa, nos habíamos convertido en la atracción de temporada de aquel nido de sabandijas. Nos presentaron a nuestros rivales. Sátrapa, la drow, competiría en Gysh con Aaron (estábamos jodidos) y un imponente humano, campeón de cien batallas de foso lucharía conmigo.
No quise ni mirar el duelo a los dados, concentrado en mi combate. De vez en cuando oía exclamaciones de sorpresa, risas y gritos de júbilo y maldiciones, y el resto del tiempo silencio. El duelo parecía estar igualado, lo que me metía más presión. Y tras unos minutos, una explosión de gritos y risas. El chico había humillado a la drow que maldecía profusamente. Ahora llegaba mi turno, y Parche parecía recuperarse de la pequeña derrota ante la visión de mi más absoluto fracaso. Nos llevaron a la arena de combate, se hicieron las presentaciones y esperé. Me aislé del mundo, cerré los ojos, concentrándome en mis músculos y ligamentos, visualizando a mi rival. Sonó la campana y me lancé como una exhalación. Mi rápida reacción le cogió por sorpresa, acostumbrado a los tanteos iniciales, y le propiné varios golpes en el costado y cuello que le noquearon por momentos. Pero hizo imponer su físico superior y rápidamente balanceó el combate. Sorprendentemente las enseñanzas de Hadrian habían tenido un gran efecto, lo que apenas se apreciaba cuando luchaba contra él. Pero ante este rival casi me extrañaba la lentitud de sus movimientos y suavidad de sus golpes.  El gong sonó cuando estaba cobrando una ventaja decisiva. Le estaba haciendo morder el polvo, y por primera vez pensé seriamente en la victoria. Incluso desestimé emplear un par de trucos sucios que tenía en la recámara (drogar el agua que bebería en el descanso y aprovechar una distracción de Hadrian) ante el temor a que me pillasen, pero había algo más. Orgullo, había sufrido mucho para llegar hasta aquí y quería demostrarme a mí mismo que podía con ese mastuerzo, limpiamente, al menos todo lo limpia que puede ser una lucha de foso.
El descanso tuvo un efecto muy favorable para mi otrora maltrecho rival. Se había recuperado bien de mis golpes, y salió al ring con energías renovadas. Me golpeó salvajemente con una energía inédita, y me pregunté con terror si no habría estado actuando como Hadrian en sus combates. Pero no me rendí, seguía golpeando rápido como el viento y encajando sus contras lo mejor posible, y al cabo de unos segundos los dos estábamos exhaustos, tambaleantes. Acababa de salir de una presa ganadora de mi rival a costa de dislocarme el brazo. El bruto se lanzó contra mí, seguro de que no me podría defender con un solo brazo, pero en lugar de intentar bloquear su embestida, e impulsándome con una de las esquinas del cuadrilátero, salté por encima de su cabeza y le propine una patada seca en la nuca. Pareció no tener efecto, pues siguió en su embestida, hasta que chocó, ciego e inconsciente contra el pilar de la esquina que un segundo antes ocupaba. Había vencido, y de repente, todo el dolor y sufrimiento del combate y los días pasados se volvieron insignificantes. Hadrian saltó a la arena para abrazarme y levantar mi brazo (el sano) y me regocijé al ver el enfado monumental de Parche desde el  palco. También me extrañó ver de nuevo a Gerard, que me miraba con gesto complacido, casi diría que orgulloso. Rápidamente nos retiramos al vestuario, donde tras vomitar al llegarme el bajón de adrenalina, recibí los cuidados de Aaron y me equipé  con mi conjunto de combate, mientras agradecía el suave tacto de las empuñaduras de metal de mis espadas. Salimos de nuevo al coliseo preparados para cualquier cosa, y alerta ante la ausencia de ruido. Habían desalojado al público, lo que podía significar desde que Parche no quería testigos en su derrota,  hasta que hubiese decidido matarnos para borrar su fracaso. Afortunadamente resultó ser lo primero, y tras unas protocolarias y escuetas palabras recibimos nuestra recompensa y salimos cagando leches de ese lugar.
Tras esta heroica gesta pasamos brevemente por la ciudad, donde nos despedimos de nuestros nuevos amigos y partimos rumbo al bosque de Airysh. Ahora que han pasado unos días, y con la perspectiva que da la distancia, me doy cuenta de lo que realmente hemos conseguido. Estoy rodeado de compañeros increíbles, y ni ellos mismos se dan cuenta de su verdadero potencial. Por separado quizá sólo seamos aventureros más o menos capaces, pero juntos, juntos somos capaces de hacer cosas extraordinarias. 

jueves, 13 de agosto de 2015

Dudas del emisario del equilibrio I

Todos los hombres tienen un destino que cumplir. Y en general los sirvientes de Ayailla buscan que la gente pueda estar en disposición de alcanzarlo si se esfuerzan. Los hermanos y hermanas grises buscan que la muerte no llegue antes de tiempo a la gente, que la enfermedad se convierta en una lección de la que aprender, y que la muerte de los seres queridos no aporte solo pesar.

Los elegidos tienen una misión más  complicada, destruir a los no-muertos que rompen el ciclo natural, luchar contra los desequilibrios, o contra aquellos que los causan, ayudar a aquellos con destinos gloriosos. Lo cual en ocasiones les obliga a caminar del lado de la luz, o de la oscuridad más extremas.

La diosa misma es la que permite que aquellos que mueren alcancen su destino en la muerte o en la otra vida. La que mantiene el delicado equilibrio del panteón, enfrentándose a todos, pero igualmente colaborando con todos.

Pero estoy yo, un simple mortal, liberado de las ataduras del destino. Sin un camino por delante que transitar, sin un lugar al que dirigirme, pero con una misión que me temo me queda grande. ¿Como puedo decidir el futuro de una guerra si no tengo claro cuales son los bandos o que representan?¿Si alguien no tiene un camino por delante, como puede llegar a su objetivo, como puede alcanzar cualquier destino?

Por el momento me estoy dejando llevar por lo que considero deudas personales, mucha gente me ha ayudado a sobrevivir, a llegar hasta donde estoy ahora mismo, y lo mínimo que les debo es gratitud. Thrain y Elodrin, Castor y Jonas, Hadrian y Morrigan, los mandragoras, incluso Sinniset y tantos otros cuyos caminos ahora están tan lejos del mío.

Seré sincero, no lo hago por obligación, me encanta la compañía de la gente, y ayudarles a cumplir sus objetivos, en muchas ocasiones nobles y elevados, ¿y a quien no le gusta algo asi?. Por el momento no he hecho nada que no quisiese, he seguido mi lucha personal por el equilibrio, pero mi misión me ha recordado que hay dos caras en toda moneda.

Por el momento estoy viendo luchas e injusticia, enfermedades antinaturales, y jueces que parecen inventar la ley según sus necesidades, seres corruptos alzarse, mientras los buenos de corazón son aplastados, muerte y esclavitud. Pero también he visto libertad, pureza, y alegría, lideres queridos que se preocupan por los suyos. Si he de decidir entre orden y caos, debo ver ambas caras de la moneda. Tengo que encontrar un camino para dejar de luchar indiscriminadamente contra ambos, e intentar conocerles. Debo decidir, pues la indecisión puede ser peor.

Tal vez debí haber aceptado la oferta del ángel y comenzar mi misión real en lugar de dedicarme a jugar a ser el héroe otra vez. A punto estuve de aceptar su oferta, si el ángel no hubiese estado tan seguro de que representa la única solución posible, tal vez lo hubiese hecho.

Pero ahí estaba Thrain. E Iyaira, Elodrin, y Hadrian. Y por un momento olvide mi misión, y pensé que el ángel se equivocaba, que no representan la alternativa al caos. Al menos no la alternativa que me parece deseable. Y recordé que las monedas no tienen solo dos caras.

Una moneda en equilibrio se puede mantener de canto...

Notas sobre mis compañeros de viaje:

Hadrian: Se comporta como un matón de barrio, y parece que le encanta ser así, pero en el fondo no le veo mala gente. Siempre está ahí para ayudar en cuanto estamos en un lío, como si fuésemos su responsabilidad, o al menos como si Elodrin lo fuese. Le encanta lanzar puyas (especialmente a Thrain que cae en todas), pero no he visto que sus actos compartan el punto de vista de esas palabras. Y los actos dicen mucho más que las palabras. Parece querer huir de su pasado, e incluso a veces parece que le gusta recibir castigo físico.

Morrigan: La intrigante Morrigan, guardiana y conocedora del futuro. Un futuro al cual parece querer arrastrar a mis compañeros. Nos deja entrever migajas de información, pero deja lo mejor secreto. Parece intentar manipular al resto del mundo, pero por algún extraño motivo no a mi. Puede ser porque no es capaz de ver mi futuro, o que sea su forma de intentar manipularme. Me preocupa que ella ya conociese el futuro que han visto Elodrin y Thrain, y esté intentando manipularme para cambiarlo de alguna forma.

Elodrin: Una personalidad apabullante, pero mientras que Morrigan es una tentadora, Elodrin es más como el amigo con el que siempre te gusta estar. Aunque en ocasiones se puede entrever la inocencia en su interior, temo que esta haya sido dañada. Conozco algo de su pasado reciente por Jonas, pero el que puede llevar a un elfo a iniciar el camino que Elodrin ha tomado como suyo es algo que escapa a mi comprensión. Actúa como si todo fuese según un plan elaborado del que él forma parte desde un principio, y no tiene ninguna duda en como llevarlo a cabo.

Thrain: Heredero del antiguo rey eterno, ¿que se puede decir de alguien con tal pedigri que no le haga palidecer frente a su antepasado? Noble, preocupado por los suyos, y por los que no lo son, a veces demasiado. Me temo que su excesiva atención al detalle, a hacer cualquier bien posible por su causa, su dedicación por luchar por cualquier pequeño avance le puedan suponer avanzar más lento, frenar el avance real de su misión. A veces parece tan cargado con el peso de todos los problemas, que da la impresión de no ser capaz de observar la situación desde lejos. Si el antiguo rey se comportaba de forma similar, no entiendo como los humanos pudieron desear su caída.

Aaron Darkcrow 4 de noviembre del año 815

viernes, 7 de agosto de 2015

Reflexiones de Elodrin I

Algún lugar en las cercanías de Karaya, 4 de noviembre del año 815

Tras varias semanas de auténtica locura, por fin cuento con unas horas para descansar, reflexionar y hacer balance de los acontecimientos que han convulsionado mi vida.
Tras mi expulsión Elhoria vagué sin rumbo, intentando contactar con mis amigos primero, y recabando pistas sobre los esclavistas tras mi encuentro con los saqueadores de las cercanías de Bellisport más tarde. Acostumbrado a las comodidades de la civilizada sociedad élfica y la privilegiada posición de mi familia, de repente me veía despojado y todo y recluido a las calles. Obligado a luchar por tener algo que llevarme a la boca, un sitio caliente en el que dormir o evitar una daga en la oscuridad.

Y pese a todo lo anterior, por primera vez en mi vida me sentía libre. Angustiado por mi futuro y el de mis amigos, pero libre de la carga de hacer siempre lo correcto, cumplir las exigentes expectativas familiares, libre para no medir siempre mis actos, libre de cometer mis propios errores.

Como decía, durante estas últimas semanas sólo me preocupaban dos cosas, sobrevivir y conseguir pistas sobre el paradero de Alaijah, Sarah y Jonas. Y para ello tuve que adentrarme en los más bajos estratos de la sociedad, convivir con los marginados, negociar con criminales, y en ocasiones convertirme en uno de ellos. Y para mi sorpresa, y la de los que me vieron aparecer en Bellisport con mis delicadas ropas de seda, no se me dio nada mal. Resulta curioso lo fácil que me resultó aplicar las décadas de continua formación en la historia, matemáticas, literatura, magia y esgrima a mi nueva situación. Sin saberlo, tantos años en la universidad, las continuas escapadas, el encuentro con mis amigos… me habían convertido en lo que hoy soy, un superviviente.

Ahora que he encontrado a Jonas, y que sé que Sarah está más o menos a salvo, me pregunto si su búsqueda no ha sido más que otro mecanismo de supervivencia. Tras toda una vida regida por metas a corto, medio y largo plazo, no creo que hubiese soportado establecerme en un pueblo y limitarme a no hacer nada. Pero, hay algo más. No consigo describirlo con palabras, pero en lo más profundo de mi ser sé que lo que me ha llevado a esta situación es una terrible injusticia. Y no una injusticia puntual, cometida por una persona aislada, una jugada del destino. Me refiero a una injusticia más profunda, arraigada en nuestro mundo como una penosa enfermedad. Apenas la apreciamos porque siempre ha estado ahí mismo, delante de nuestros ojos.

Entre las leyes, gobernantes, funcionarios e instituciones se esconde una maraña cuyo único objetivo es beneficiarse a sí misma, perdurar más allá de las personas, como un organismo con conciencia propia. Al ver morir a Mikah lo ví todo claro. La inquisición, las restricciones a la magia, el desprecio de la nobleza por la vida, el miedo al cambio, la decadencia de mi orgullosa raza, que pese a sus privilegios está tan sometida como los enanos. Todo eso pasó por mi cabeza como un rayo, y desde entonces no dejo darle vueltas.

Y ahora, no sé si por accidente o por los designios del destino (joder, empiezo a hablar como el chico) estoy en medio de un campamenos de Mandragoras. Un incipiente grupo de idealistas que quiere cambiar las cosas. Aún son pocos, y el camino que siguen seguramente sólo les lleve a la muerte. Pero después de todo, ¿no merece la pena morir por un fin que sabes justo? Sería una enorme hipocresía por mi parte, un engaño a mi propio ser, partir y dejarles en la estacada, cuando siento que están luchando mi propia guerra, la que no me he atrevido a afrontar, al menos hasta ahora.

Nota al pie
Estas últimas semanas he conocido a gente realmente sorprendente. He luchado con ellos en combates desesperados, he visto cosas que escapan a la razón, y todos parecen dejar atrás un pasado tan turbio como peligroso. A algunos los considero amigos, a otros compañeros, pero sin duda hay algo que nos une para bien o para mal, un vínculo forjado con sangre y lágrimas.

Hadrian
Lo encontré por primera vez en ese foso de lucha, recibiendo una brutal paliza hasta que consideró que el espectáculo había llegado a su punto álgido y podía empezar a pelear. Tiene un carácter directo, un humor tan afilado como de mal gusto, y es brutalmente coherente con su realidad. Sigue el camino recto entre dos puntos haya lo que haya en medio. Me cae bien, y creo yo también a él. De hecho creo que soy de las pocas personas que ha dejado que se le acerquen de verdad. Apostaría mi arco a que no ha hablado sobre él con ninguna de las innumerables relaciones carnales que ha tenido desde que le conozco.

Thrain
Nada más verlo encadenado en el barco percibí algo en él. Su porte, su mirada, no se correspondían con las de un maltratado esclavo. Destacaba entre el resto de esclavos como un lobo escondido entre corderos. Tiene la cabeza casi tan dura como sus brazos, incluso para ser enano, y pese a escudarse en su visión del resurgir de los enanos, tiene un buen corazón, y no duda en ayudar a otros, incluso aunque sean más altos que él. Pero es demasiado orgulloso, a pesar de los golpes y maltratos que le haya podido propinar la vida es demasiado idealista, y poco pragmático. Conseguirá una bonita muerte de no cambiar pronto, o de no estar yo para evitarlo, pues a pesar de todo le considero un amigo y simpatizo con su causa.

Aaron
El misterioso chico, elegido de Ayailla. Es sólo un chaval que apenas ha visto mundo, inocente y bondadoso. Pese a su aspecto simple e inofensivo, oculta una sorprendente habilidad para sobrevivir, lo que se ve reforzado con los poderes ofrecidos por su diosa. La verdad es que aún no le tengo calado, y no sé si está con nosotros por agradecimiento por su liberación, miedo a quedarse solo, conveniencia puntual, o nos está manipulando de una forma que escapa a mi entendimiento para que le llevemos en volandas a su mística misión. Recientemente se ha agenciado de una escalofriante máscara que ha empezado a llevar a todas partes, supongo que para romper con esa percepción inicial de chiquillo desvalido que todos tuvimos al verle por primera vez.

Morrigan
¿Qué decir de la bella Morrigan? Desde nuestro primer encuentro se ha presentado, sin ningún tipo de tapujos, como una manipuladora nata. Apenas conocemos nada sobre ella, más allá de que quiere detener la corrupción que asola el mundo, y que es muy, pero que muy guapa. Nos aborda con insinuaciones sin ningún disimulo, y aunque sé perfectamente que es su juego, incluso su fachada para que no consigamos ver a través de sus actos, he de confesar que disfruto tanto como me estremezco con sus contorneos, insinuaciones y acercamientos extremos.
Nota, si quiero tener una relación menos desbalanceada con ella tengo que aprender a no desmoronarme cada vez que se acerca a menos de 10 centímetros de distancia (distancia normal para ella para entablar una conversación) o cada vez que me roza con su mano o senos.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Reflexiones del Toro Negro

Mientras les veía marchar en la distancia, apenas ya unas diminutas figuras a punto de perderse en el horizonte de las colinas de Sotogris, el Toro Negro comenzó lentamente a darse cuenta de que lo que aún sentía removiéndose en su interior no era únicamente el poso que había dejado la excitación de la reciente batalla.

Tampoco era la pena y la amargura por los soldados caídos, sus compañeros de armas. Hacía ya muchos años que su corazón se había endurecido lo bastante como para aguantar férreo ante la pérdida de aquellos que caían en pos de una causa justa, por su señor y por su patria. No sabía si por convicción o simplemente por costumbre, porque las lágrimas se le habían secado ya tantas veces al lado del cadáver de un amigo, hermano, rey o príncipe durante la Guerra del mil veces maldito Escorpión, pero era cierto que su corazón se había vuelto lo suficientemente duro como para resistir ante la desgracia.

Ni siquiera era la furia que sentía por haber dejado de nuevo escaparse entre sus dedos a ese hobgoblin malnacido de Hagrosh el Rojo, al cual había jurado castigar ante su señora Lady Bralecia e, igualmente importante a sus ojos, ante aquella viuda desesperada de ojos marchitos por el dolor de haber perdido a sus hijos a manos de los miserables asesinos goblinoides del caudillo.

No, lo que se aferraba a su pecho y le causaba semejante inquietud ahora mismo era otra cosa. Seguramente mucho tenía que ver la pena por ver alejarse al muchacho que había sido para él como el hijo que nunca tuvo, si bien jamás admitiría este sentimiento por no querer mancillar de forma alguna el noble linaje del Tigre de Plata con los sentires delirantes de un viejo soldado como él. Sin esforzarse, y sin quererlo muchas veces, recordaba perfectamente, sintiendo casi el mismo dolor que sintió entonces, aquella tarde quince años antes, mientras la lluvia caía sobre la ciénaga y recortaba la silueta del otrora Gran Castillo de Malfer, cuando tomó de los hombros a aquel chiquillo berreante que se negaba a aceptar la ruina ancestral que se erguía ante él como su nuevo hogar, le alejó de los gritos histéricos de su madre, y tuvo que explicarle como su padre y su hermano mayor, al igual que había ocurrido unos meses antes con su hermano el Gran Hechicero Haydus, no iban a volver jamás de las Llanuras de Plata. El muchacho calló entonces de golpe y permaneció en silencio mirándole a los ojos mientras el herido soldado pronunciaba las únicas palabras que se le ocurrían para intentar consolarle: un discurso sobre la nobleza de su familia, el sacrificio, el deber… Al acabar, prácticamente era Galen quien le estaba consolando a él, cuyos ojos se habían humedecido al recordar la escena. - “No te preocupes tío Toro, Adrael no era feliz y ahora descansa al menos en los salones de la reina Cuervo, con Haydus y con padre. Pronto nos reuniremos con ellos Gwynna, madre y yo, cuando hayamos matado al grifo, y volveremos a estar todos reunidos. No estés triste.” – Aquellas palabras se clavaron en su pecho como mil puñales, y juró proteger a la familia de su señor, a su nuevo señor, con todas sus fuerzas por lo que le quedara de su maldita vida. Bajo su adiestramiento y tutela, así como la de su tío, el sabio Josef Argelan, Galen se convirtió con los años en un joven señor y caballero digno reflejo de su hermano, que le hizo sentirse orgulloso y esperanzado por el futuro de la familia Argelan. Que el mismísimo Padre Sol hubiera elegido a su vez a su hermana para otorgarle sus dones sagrados y que ésta pudiera ayudara su hermano con su sabiduría era otro presagio favorable. Una señal de los propios dioses de que la antigua casa no caería en el olvido y podría mantener su orgullo y su dignidad a pesar de las mentiras, los secretos y las traiciones.

No temía en realidad por la vida de su señor (jamás dejaría de verle como su señor, renunciase a lo que renunciase), pues era ya en efecto un auténtico caballero de cuerpo y de espíritu. Cientos de horas de entrenamiento sin descanso le habían convertido en el par con la espada de cualquiera de sus Garras de Plata, y su físico imponente le recordaba en gran medida al del propio Toro cuando era joven. Por si eso no fuera suficiente, viajaba con un envidiable grupo de acompañantes, incluido un auténtico veterano de guerra en la figura de Dereck Rodgers. Si bien la vida del mercenario había caído del lado errado de la moneda y las desgracias sufridas le habían llevado por una senda de vicios y corrupción como había visto antes en tantos otros soldados retirados convertidos en cazarrecompensas o espadas de alquiler, sí había podido intuir un atisbo de integridad y un espíritu noble que luchaba por volver a la superficie del hombre a pesar del dolor y el rencor. Quizá el estar acompañado de alguien honorable como Galen o la mismísima vestal de Ishtar le hicieran al final tanto bien a él y a su alma como podía hacer él por ellos con sus habilidades. Lo esperaba tanto por Rodgers como por el joven Achiles. El chaval ya a su edad había sufrido lo indecible, como había visto a tantos otros huérfanos de guerra antes, pero estos solían acabar en las peores de las compañías y convertirse en indeseables, rateros y asesinos si el servicio de la fe no los conseguía llamar antes a su lado. Achiles sin embargo tenía aún a su padre y a su tío a su lado y esperaba que fuera suficiente para aprovechar y orientar por el camino correcto semejante coraje y fuego.

Y por si su familia no fuera suficiente estaba además la exótica Amae Karen, que entrenaba al muchacho en las espectaculares y efectivas técnicas de lucha de los genji así como en el admirable código de honor por el que se guiaban estos, el ketán. Había conocido a varios mercenarios genji a lo largo de sus años de servicio y además de ser letales guerreros capaces de las más increíbles proezas en combate aun sin llevar ningún tipo de protección a la batalla más allá de una rapidez endiablada, en su interior eran todo lo contrario que el resto de guerreros de alquiler con los que había tratado. Su estricto régimen de entrenamiento, la disciplina que debía exigirles y los preceptos filosóficos que guiaban sus actos los convertían en soldados casi tan honorables como cualquier auténtico caballero de bien (en su vocabulario particular se había acostumbrado a llamar “caballeros de bien” a aquellos que no traicionaban a su señor para luchar por un usurpador). Bien era cierto que no conocía de ningún otro genji que se hubiera dejado llevar por sus pasiones y se hubiera olvidado de juramentos y consecuencias acostándose con un noble mientras este conocía a su auténtica prometida, pero tampoco es que estuviera al día de todos los chismorreos de los reinos. Lo que estaba más allá de toda duda es que la monje protegería con todas sus fuerzas tanto al joven Achiles como a su señor y a la vestal.

La vestal de Ishtar, Ellaria, una joven mujer que hacía palidecer todas las historias que había oído sobre las sirvientas de la Madre Errante. Con una bondad como sólo había visto antes en su difunto príncipe, la sacerdotisa era capaz de hacerse querer y respetar en tan sólo unos minutos. Jamás podría agradecerla lo bastante, al igual que las familias de sus hombres, lo que había hecho en tan sólo dos días por los soldados heridos en la batalla contra los Cráneos Llameantes. Realmente esperaba de toda corazón que el peregrinaje y la sagrada misión que fuera que Ishtar hubiera encomendado a su representante en la tierra finalizara con el mayor de los éxitos, y, si no estuviera atado por las responsabilidades propias de su puesto y por los juramentos a los que se había consagrado, habría considerado un final más que digno para su carrera el acompañar y guardar a la joven en su misión aún apenas conociéndola de unos días. Tal era la fuerza que irradiaba de sus ojos y la pureza de espíritu que se intuía de sus palabras. Oírla cantar debería de convertir en devoto creyente a cualquier hombre o mujer que tuviera algo latiendo bajo el pecho, por muy desalmado que fuera.

Dejaba para el final al mayor enigma de todos, el padre de Achiles. El autonombrado “Eric Invocador de Tormentas”. Quizá fuera eso lo que había ocurrido en el castillo en los últimos días, una tormenta traída por el mago. No sabía por qué, pero a pesar de su innegable poder, demostrado con creces durante la batalla, o quizá precisamente por éste, no confiaba por completo en el hechicero. Sir Frauhmann no apoyaba en modo alguno las brutales cazas de brujas llevadas a cabo por la Inquisición, y bien era sabido que habría dado una y mil veces la vida por salvar a su joven señor Haydus y haber podido interponerse entre aquella lanza que su magia no pudo detener y su cuerpo, pero aun así había algo en el brujo que le despertaba una cierta inquietud. No sabría precisar que era, y probablemente se debiera a su total y absoluto desconocimiento de las artes arcanas o a un resquicio de rencor por lo que la magia había hecho con la ancestral morada de sus señores, pero no podía evitarlo. Era innegable por otro lado que las artes de los magos eran de una incomparable utilidad en la batalla y que quizá con el tiempo el hechicero pudiera tornarse en un valioso aliado para los Argelan, más aún tras el Tratado del Silencio firmado al terminar la guerra. Además, si había criado a un zagal valiente y de buen corazón como Achiles, no podía ser tan malo, a pesar de haber usado un nombre falso. Porque o bien se llamaba Argo como se presentó el día en que les salvaron de aquella partida de caza goblin, o Eric, como anunció ante la corte. El Toro se percató de aquel detalle y a punto estuvo de tomar medidas para aclarar tal farsa, pero el propio Galen le suplicó que no le delatara y que confiara en él, así que eso haría mientras el mago no hiciera nada que mereciera lo contrario.

Así pues, si su señor estaba tan bien protegido, ¿qué era lo que sentía que le mantenía con la vista fija en el horizonte aun cuando ya no se vislumbraba nada más allá de los suaves contornos de las colinas?

Y entonces por fin se dio cuenta. Era miedo. Él, que no se amedrentaba ante ser vivo alguno, sentía ahora un miedo frío que amenazaba con superarle. Un miedo arraigado en el pasado. No podía reprochar sinceramente a Galen que hubiera seguido su corazón y sus pasiones, y era incuestionable que una belleza tan exótica y enigmática como la de Amae Karen era difícil de resistir para un joven inocente y sin experiencia real en el amor como él. Si ni siquiera había sido capaz en más de diez años de percatarse de los sentimientos de alguien tan cercano como la pobre Alethra. Era un hombre de corazón puro con la cabeza llena de historias románticas sobre amores sinceros y verdaderos, caballeros que huían furtivamente con su amada… No podía más que intentar comprenderle. Pero por más que trataba de evitarlo no dejaban de acudir a su cabeza los recuerdos sobre la última vez que la casa Argelan rompió un compromiso. Las consecuencias que trajo. El dolor que acarreó a su joven príncipe y a todos los reinos a la postre. La orden de la Reina. Los cascos de los caballos rompiendo el silencio de la noche mientras trataban de llegar a tiempo de evitar la masacre a manos de la serpiente. Aquella gigantesca explosión hace diecisiete años antes de que pudieran hacer nada. La devastación y la muerte que trajo a aquél pequeño pueblo olvidado que nada quería saber de los asuntos de los nobles. Los llantos del recién nacido, único ser vivo en medio de la destrucción. Los hermanos grises. Los secretos en nombre del así llamado amor verdadero que el tiempo había tratado de ocultar.