miércoles, 5 de agosto de 2015

Reflexiones del Toro Negro

Mientras les veía marchar en la distancia, apenas ya unas diminutas figuras a punto de perderse en el horizonte de las colinas de Sotogris, el Toro Negro comenzó lentamente a darse cuenta de que lo que aún sentía removiéndose en su interior no era únicamente el poso que había dejado la excitación de la reciente batalla.

Tampoco era la pena y la amargura por los soldados caídos, sus compañeros de armas. Hacía ya muchos años que su corazón se había endurecido lo bastante como para aguantar férreo ante la pérdida de aquellos que caían en pos de una causa justa, por su señor y por su patria. No sabía si por convicción o simplemente por costumbre, porque las lágrimas se le habían secado ya tantas veces al lado del cadáver de un amigo, hermano, rey o príncipe durante la Guerra del mil veces maldito Escorpión, pero era cierto que su corazón se había vuelto lo suficientemente duro como para resistir ante la desgracia.

Ni siquiera era la furia que sentía por haber dejado de nuevo escaparse entre sus dedos a ese hobgoblin malnacido de Hagrosh el Rojo, al cual había jurado castigar ante su señora Lady Bralecia e, igualmente importante a sus ojos, ante aquella viuda desesperada de ojos marchitos por el dolor de haber perdido a sus hijos a manos de los miserables asesinos goblinoides del caudillo.

No, lo que se aferraba a su pecho y le causaba semejante inquietud ahora mismo era otra cosa. Seguramente mucho tenía que ver la pena por ver alejarse al muchacho que había sido para él como el hijo que nunca tuvo, si bien jamás admitiría este sentimiento por no querer mancillar de forma alguna el noble linaje del Tigre de Plata con los sentires delirantes de un viejo soldado como él. Sin esforzarse, y sin quererlo muchas veces, recordaba perfectamente, sintiendo casi el mismo dolor que sintió entonces, aquella tarde quince años antes, mientras la lluvia caía sobre la ciénaga y recortaba la silueta del otrora Gran Castillo de Malfer, cuando tomó de los hombros a aquel chiquillo berreante que se negaba a aceptar la ruina ancestral que se erguía ante él como su nuevo hogar, le alejó de los gritos histéricos de su madre, y tuvo que explicarle como su padre y su hermano mayor, al igual que había ocurrido unos meses antes con su hermano el Gran Hechicero Haydus, no iban a volver jamás de las Llanuras de Plata. El muchacho calló entonces de golpe y permaneció en silencio mirándole a los ojos mientras el herido soldado pronunciaba las únicas palabras que se le ocurrían para intentar consolarle: un discurso sobre la nobleza de su familia, el sacrificio, el deber… Al acabar, prácticamente era Galen quien le estaba consolando a él, cuyos ojos se habían humedecido al recordar la escena. - “No te preocupes tío Toro, Adrael no era feliz y ahora descansa al menos en los salones de la reina Cuervo, con Haydus y con padre. Pronto nos reuniremos con ellos Gwynna, madre y yo, cuando hayamos matado al grifo, y volveremos a estar todos reunidos. No estés triste.” – Aquellas palabras se clavaron en su pecho como mil puñales, y juró proteger a la familia de su señor, a su nuevo señor, con todas sus fuerzas por lo que le quedara de su maldita vida. Bajo su adiestramiento y tutela, así como la de su tío, el sabio Josef Argelan, Galen se convirtió con los años en un joven señor y caballero digno reflejo de su hermano, que le hizo sentirse orgulloso y esperanzado por el futuro de la familia Argelan. Que el mismísimo Padre Sol hubiera elegido a su vez a su hermana para otorgarle sus dones sagrados y que ésta pudiera ayudara su hermano con su sabiduría era otro presagio favorable. Una señal de los propios dioses de que la antigua casa no caería en el olvido y podría mantener su orgullo y su dignidad a pesar de las mentiras, los secretos y las traiciones.

No temía en realidad por la vida de su señor (jamás dejaría de verle como su señor, renunciase a lo que renunciase), pues era ya en efecto un auténtico caballero de cuerpo y de espíritu. Cientos de horas de entrenamiento sin descanso le habían convertido en el par con la espada de cualquiera de sus Garras de Plata, y su físico imponente le recordaba en gran medida al del propio Toro cuando era joven. Por si eso no fuera suficiente, viajaba con un envidiable grupo de acompañantes, incluido un auténtico veterano de guerra en la figura de Dereck Rodgers. Si bien la vida del mercenario había caído del lado errado de la moneda y las desgracias sufridas le habían llevado por una senda de vicios y corrupción como había visto antes en tantos otros soldados retirados convertidos en cazarrecompensas o espadas de alquiler, sí había podido intuir un atisbo de integridad y un espíritu noble que luchaba por volver a la superficie del hombre a pesar del dolor y el rencor. Quizá el estar acompañado de alguien honorable como Galen o la mismísima vestal de Ishtar le hicieran al final tanto bien a él y a su alma como podía hacer él por ellos con sus habilidades. Lo esperaba tanto por Rodgers como por el joven Achiles. El chaval ya a su edad había sufrido lo indecible, como había visto a tantos otros huérfanos de guerra antes, pero estos solían acabar en las peores de las compañías y convertirse en indeseables, rateros y asesinos si el servicio de la fe no los conseguía llamar antes a su lado. Achiles sin embargo tenía aún a su padre y a su tío a su lado y esperaba que fuera suficiente para aprovechar y orientar por el camino correcto semejante coraje y fuego.

Y por si su familia no fuera suficiente estaba además la exótica Amae Karen, que entrenaba al muchacho en las espectaculares y efectivas técnicas de lucha de los genji así como en el admirable código de honor por el que se guiaban estos, el ketán. Había conocido a varios mercenarios genji a lo largo de sus años de servicio y además de ser letales guerreros capaces de las más increíbles proezas en combate aun sin llevar ningún tipo de protección a la batalla más allá de una rapidez endiablada, en su interior eran todo lo contrario que el resto de guerreros de alquiler con los que había tratado. Su estricto régimen de entrenamiento, la disciplina que debía exigirles y los preceptos filosóficos que guiaban sus actos los convertían en soldados casi tan honorables como cualquier auténtico caballero de bien (en su vocabulario particular se había acostumbrado a llamar “caballeros de bien” a aquellos que no traicionaban a su señor para luchar por un usurpador). Bien era cierto que no conocía de ningún otro genji que se hubiera dejado llevar por sus pasiones y se hubiera olvidado de juramentos y consecuencias acostándose con un noble mientras este conocía a su auténtica prometida, pero tampoco es que estuviera al día de todos los chismorreos de los reinos. Lo que estaba más allá de toda duda es que la monje protegería con todas sus fuerzas tanto al joven Achiles como a su señor y a la vestal.

La vestal de Ishtar, Ellaria, una joven mujer que hacía palidecer todas las historias que había oído sobre las sirvientas de la Madre Errante. Con una bondad como sólo había visto antes en su difunto príncipe, la sacerdotisa era capaz de hacerse querer y respetar en tan sólo unos minutos. Jamás podría agradecerla lo bastante, al igual que las familias de sus hombres, lo que había hecho en tan sólo dos días por los soldados heridos en la batalla contra los Cráneos Llameantes. Realmente esperaba de toda corazón que el peregrinaje y la sagrada misión que fuera que Ishtar hubiera encomendado a su representante en la tierra finalizara con el mayor de los éxitos, y, si no estuviera atado por las responsabilidades propias de su puesto y por los juramentos a los que se había consagrado, habría considerado un final más que digno para su carrera el acompañar y guardar a la joven en su misión aún apenas conociéndola de unos días. Tal era la fuerza que irradiaba de sus ojos y la pureza de espíritu que se intuía de sus palabras. Oírla cantar debería de convertir en devoto creyente a cualquier hombre o mujer que tuviera algo latiendo bajo el pecho, por muy desalmado que fuera.

Dejaba para el final al mayor enigma de todos, el padre de Achiles. El autonombrado “Eric Invocador de Tormentas”. Quizá fuera eso lo que había ocurrido en el castillo en los últimos días, una tormenta traída por el mago. No sabía por qué, pero a pesar de su innegable poder, demostrado con creces durante la batalla, o quizá precisamente por éste, no confiaba por completo en el hechicero. Sir Frauhmann no apoyaba en modo alguno las brutales cazas de brujas llevadas a cabo por la Inquisición, y bien era sabido que habría dado una y mil veces la vida por salvar a su joven señor Haydus y haber podido interponerse entre aquella lanza que su magia no pudo detener y su cuerpo, pero aun así había algo en el brujo que le despertaba una cierta inquietud. No sabría precisar que era, y probablemente se debiera a su total y absoluto desconocimiento de las artes arcanas o a un resquicio de rencor por lo que la magia había hecho con la ancestral morada de sus señores, pero no podía evitarlo. Era innegable por otro lado que las artes de los magos eran de una incomparable utilidad en la batalla y que quizá con el tiempo el hechicero pudiera tornarse en un valioso aliado para los Argelan, más aún tras el Tratado del Silencio firmado al terminar la guerra. Además, si había criado a un zagal valiente y de buen corazón como Achiles, no podía ser tan malo, a pesar de haber usado un nombre falso. Porque o bien se llamaba Argo como se presentó el día en que les salvaron de aquella partida de caza goblin, o Eric, como anunció ante la corte. El Toro se percató de aquel detalle y a punto estuvo de tomar medidas para aclarar tal farsa, pero el propio Galen le suplicó que no le delatara y que confiara en él, así que eso haría mientras el mago no hiciera nada que mereciera lo contrario.

Así pues, si su señor estaba tan bien protegido, ¿qué era lo que sentía que le mantenía con la vista fija en el horizonte aun cuando ya no se vislumbraba nada más allá de los suaves contornos de las colinas?

Y entonces por fin se dio cuenta. Era miedo. Él, que no se amedrentaba ante ser vivo alguno, sentía ahora un miedo frío que amenazaba con superarle. Un miedo arraigado en el pasado. No podía reprochar sinceramente a Galen que hubiera seguido su corazón y sus pasiones, y era incuestionable que una belleza tan exótica y enigmática como la de Amae Karen era difícil de resistir para un joven inocente y sin experiencia real en el amor como él. Si ni siquiera había sido capaz en más de diez años de percatarse de los sentimientos de alguien tan cercano como la pobre Alethra. Era un hombre de corazón puro con la cabeza llena de historias románticas sobre amores sinceros y verdaderos, caballeros que huían furtivamente con su amada… No podía más que intentar comprenderle. Pero por más que trataba de evitarlo no dejaban de acudir a su cabeza los recuerdos sobre la última vez que la casa Argelan rompió un compromiso. Las consecuencias que trajo. El dolor que acarreó a su joven príncipe y a todos los reinos a la postre. La orden de la Reina. Los cascos de los caballos rompiendo el silencio de la noche mientras trataban de llegar a tiempo de evitar la masacre a manos de la serpiente. Aquella gigantesca explosión hace diecisiete años antes de que pudieran hacer nada. La devastación y la muerte que trajo a aquél pequeño pueblo olvidado que nada quería saber de los asuntos de los nobles. Los llantos del recién nacido, único ser vivo en medio de la destrucción. Los hermanos grises. Los secretos en nombre del así llamado amor verdadero que el tiempo había tratado de ocultar.

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