martes, 20 de abril de 2010

Alas de dragón VIII

VIII
El cielo mostraba una miríada de colores. El negro se tornaba en violeta, que se volvía un rojo intenso, y naranja después, mientras que el sol salía de su descanso nocturno. Quizás no era el momento más sagrado de su diosa, pero incluso un clérigo de Shiva podía apreciar la belleza del amanecer. En parte porque era junto con el atardecer uno de los momentos en los que su fría dama se encontraba con su marido, Pelor, pero sobre todo porque hacía apenas un mes que había estado muerto. Desde que habían logrado resucitarlo, todo parecía más luminoso y agradable, y se sentía más optimista. No sabía cuánto tiempo le duraría, pero esperaba que fuera mucho.
Al día siguiente de su resurrección, su discípulo se había marchado, dejando sólo una nota sin demasiados detalles, pero no había estado sólo. Desde su aventura, había trabado una cierta relación con Gilian y con el orfanato al que ayudaba, así como con Thorcrim, que seguía buscando algún maestro herrero enano que completara su formación. Los dos le habían visitado de vez en cuando. Cora y Denay también se habían marchado, como guardianes de una caravana comercial, y no había vuelto a saber de ellos desde que partieron.

En esas estaba cuando escuchó el rítmico sonido de las corazas de mallas y placas, y se vio rodeado de cuatro miembros de la temida Guardia Carmesí, de bajo rango, a juzgar por sus armaduras poco ornamentadas. La Guardia Carmesí no sería el cuerpo más apreciado ni disciplinado del ejército de Alexandria, pero sí uno de los más temidos. Se les consideraba los puños de hierro de la reina, que cada vez con más frecuencia, utilizaba sin miramientos. Que estuvieran allí sólo podía significar una cosa. Problemas, graves problemas.

El que parecía el líder, un tipo con un peto de placas y la cara surcada de cicatrices, le ordenó que depusiera las armas y se rindiera, pues la reina había dado orden de arrestarlo, acusado de espionaje. Los cargos eran sencillamente ridículos, pero algo en su interior le dijo que si acompañaba a aquellos hombres jamás volvería a ser visto, así que se dispuso a vender cara su vida.

Aquello habría sido su fin si no fuera porque, providencialmente, Thorcrim y Gilian habían decidido visitarlo aquella misma mañana. El enano iba enfundado en una flamante coraza de bandas de acero, y portaba un hacha de combate, también nueva. Se lanzó de cabeza contra la retaguardia de los guardias, embistiendo a un tipo cetrino con cota de mallas que llevaba un arco, antes de emprenderla a hachazos, que el individuo repelía a duras penas con una espada corta. No sería la técnica más sutil ni elegante del mundo, pero parecía efectiva. La primera noticia que tuvieron de la halfling fue un pequeño virote de ballesta clavándose en el costado del líder de los guardias, en la juntura entre dos placas. Aprovechando el impulso inicial, presionaron a los guardias hasta que abatieron a tres de ellos, y el cuarto optó por la retirada, sin duda en dirección al acuartelamiento más cercano, así que los tres compañeros corrieron como alma que lleva el diablo hacia las afueras de la ciudad. Aunque lograran probar su inocencia, habían matado a tres guardias. No podrían regresar jamás.

Acababan de dejar atrás las últimas casas de los suburbios cuando se encontraron de cara con Daemigoth, Cora y Denay, que, cosas del destino, regresaban en esos momentos. En pocas palabras, y sin dejar de caminar a paso ligero, les informaron de lo sucedido, y decidieron refugiarse en el bosque del sureste, donde Xhaena les podría dar consejo sobre qué hacer.

Cuando se encontraban en las afueras del bosque de repente el cielo se oscureció. Los compañeros alzaron la vista hacia el cielo y contemplaron anonadados un espectáculo que se resistían a creer. Decenas, centenares de barcos voladores, surcaban majestuosamente el aire, batiendo sus alas propulsoras con movimientos rítmicos y acompasados, en vez del traqueteo con el que se solían mover esas creaciones mecánicas, mientras el sol destelleaba en los rutilantes refuerzos metálicos de las naves. Se dirigían hacia el este, hacia Sanlhoria. La patria de Garret.

Aquello era imposible. Alexandria jamás había poseído una flota semejante. Sólo unos cuantos ingenieros gnomos conocían los secretos de la construcción de los motores de aquellos barcos, y muy pocos de ellos trabajaban para un reino que no fuera Sanlhoria. Se suponía que el aquel reino no podía movilizar más de un centenar, pero estaban contemplando al menos cinco veces aquella cantidad.

Era imposible. Era una locura. Era… el principio de una guerra.

Demasiado asombrados para pronunciar una sola palabra, corrieron hacia el bosque en busca del sabio consejo de Xhaena. Garret maldijo en voz baja. Se le había terminado el optimismo.

1 comentario:

  1. Mola! este está mejor escrito que lo súltimos, la verdad es que las reflexiones de Garret sobre la muerte y, su diosa, etc le dan bastante más vidilla. Yo te diría que te centraras más que en los acontecimientos, en el punto de vista de los personajes sobre los mismos, que es lo que da más juego y vidilla al relato.

    Total, que me ha gustado mucho este ;)

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