viernes, 9 de abril de 2010

Alas de Dragón VII

VII
Salir de la cueva donde habían permanecido una interminable semana fue un camino penoso, lejos de la liberación que habían pensado que sería. Estaban todos destrozados, tanto física como emocionalmente. Con la ayuda del bárbaro, Daemigoth cargaba con el cadáver del que había sido su mentor y amigo, mientras que el enano y Cora llevaban el del discípulo de Xhaena. Sólo les quedaba la esperanza de que la recompensa por el cien veces maldito rubí fuera suficiente para pagar su resurrección. Y si podía ser, la del explorador, claro.

Tras casi un día de marcha, llegaron a Alexandria, donde se dirigieron al templo de St Cuthbert, para ver si su exigua recompensa bastaba para pagar la resurrección. No le hacía ninguna gracia ese lugar. Los clérigos no veían la competencia con muy buenos ojos, así que Garret nunca había sido muy popular por allí. Además, los devotos del también llamado dios verdugo veneraban la ley, no la justicia, así que la compasión no era uno de sus puntos fuertes, precisamente. No era uno de los cultos más apreciados en los barrios bajos donde se había criado.

Les reclamaron dos mil piezas de oro por resucitarles, y eso que les hacían precio especial por haber caído al servicio del palacio, según dijo el clérigo. Aquello era más dinero del que cualquiera de ellos había visto en su vida, y salvo milagro, estaba claro que la recompensa no iba ser ni de lejos tan generosa. Cuando se disponían a marcharse, el clérigo se fijó en la capa con unas alas bordadas que habían encontrado en la caverna, e inmediatamente se ofreció a resucitar a los dos a cambio de la misma. No había que ser un genio para darse cuenta de que aquel cabrón codicioso e insensible sabía que la capa valía mucho más. Daemigoth se puso enfermo, después de todo lo que habían hecho por esa panda de desagradecidos, ahora además intentaban timarles. Muy a regañadientes, se calló. Si tenían que dejar que les jodieran por recuperar a Garret, que así fuera. Desgraciadamente, el bárbaro no tuvo el sentido común de resignarse e insultó al clérigo. “Comadreja codiciosa” fue lo más suave que le soltó, y después, evidentemente, les echaron a patadas. Aunque Daemigoth podría haber firmado todas y cada una de las palabras que el salvaje dijo, estuvo a punto de intentar estrangular a ese tipo por negarle a oportunidad de revivir a su mentor.

Después fueron al palacio, donde casi inmediatamente fueron recibidos. Por suerte, el kehay prefirió quedarse fuera, lo que estuvo bien para evitar más conflictos por su falta de tacto. No era que Daemigoth esperara un desfile de bienvenida, pero el trato que allí recibieron fue menos que correcto. Les recibió un secretario de aspecto cetrino, que les reclamó el rubí y les entregó una bolsa con quinientas piezas de oro. Cuando le intentaron explicar que con aquello apenas pagarían la mitad de una de las dos resurrecciones que necesitaban, con unos gélidos modales, les invitó a que se marcharan, lo cual era el modo fino de mandarles a la mierda. Estaba claro que la muerte de Garret no le iba a quitar el sueño a nadie en ese palacio.
O eso pensaban , porque cuando estaban a punto de salir se encontraron con una muchacha, vestida ricamente. Cuando se quitó la capucha de su capa roja, el enano y Gilian la reconocieron como la princesa Neivah, la sucesora al trono de Alexandria. A Daemigoth le pareció una chica muy guapa, con cara agradable y pelo moreno, que además, al contrario que todos los demás en ese maldito edificio, no les trató como si fueran un montón de basura. En pocas palabras, les dijo que era injusto que después de todo lo que habían hecho no pudieran ni recuperar a sus compañeros caídos, así que les dio un colgante con el que deberían poder pagar las resurrecciones y se fue sin más. Parecía que no quería que nadie la viera ayudando a los aventureros.

Daemigoht pensó que igual temía que si se corría la voz de que no era una cabrona sin sentimientos igual la desheredaban, viendo como era el plan general en ese lugar.
Regresaron al templo de St Cuthbert, donde las estimaciones de la princesa fueron correctas, y aquel atajo de codiciosos despiadados accedieron a revivir a Garret y al otro. Las tres horas que duró el complejo ritual fueron de una agónica espera. Daemigoht no sabía casi nada sobre el proceso, ya que estaba mucho más allá de las capacidades de su mentor, pero había oído que no siempre funcionaba, así que después de haber entregado algo que valía diez veces más que todas sus posesiones juntas, incluida su casa, resultaba que no había garantías.

Tras una espera que se le hicieron interminables, Garret y el aprendiz de Xhaena aparecieron caminado tranquilamente por la puerta, un poco pálidos, pero con un aspecto aceptable. Y bueno, estaban vivos, que no era poco. Después de esto, todos estuvieron más aliviados de lo que nadie pudo expresar. Repartieron el resto de la recompensa y se dispersaron por toda la ciudad para hacer compras. Aquella noche había fiesta, y tenían mucho que celebrar.

La fiesta duró toda la noche, y fue muy divertida. Fue agradable ver a los que habían sido sus compañeros en un contexto distinto de luchar por sus propias vidas, y Garret acabó totalmente borracho, tras haber intentado seguir el ritmo de bebida del enano, que dos horas más tarde también acabó por los suelos. Él mismo acabó algo achispado, y encontrando agradable compañía a lo largo de la noche.

Sin embargo, se mantuvo lo bastante sobrio para no cambiar de opinión sobre una decisión que llevaba algún tiempo madurando. A la mañana siguiente, dejando solamente una nota para Garret, Daemigoth abandonó Alexandria. Había decidido dirigirse a un monasterio que había en las montañas al este. Sentía que debía aprender autodisciplina si quería tener una oportunidad de dominar realmente su poco corriente don, y esperaba que allí pudieran enseñársela. Por segunda vez en una semana, cogió sus escasas posesiones y abandonó su hogar.

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