viernes, 27 de febrero de 2015

Dereck I

Maximilien entró en la minúscula  taberna sin dar crédito a que alguien pudiera sobrevivir en un lugar tan oscuro y respirando semejante concentración de vapores etílicos y humo de tabaco. La mayor parte de la concurrencia le miró con desconfianza. No era común ver a un ayudante del alguacil por aquellos lares, y aún menos que alguien deseara su presencia.
Desde que había sido un muchacho se había preguntado por qué se toleraba la existencia de lugares de tan baja estofa, con nada más que indeseables en todo lo que abarcaba la vista. Su padre le había dicho que aquellos indeseables a menudo resultaban útiles, y en ocasiones, indispensables. Mercenarios, confidentes, espías, líderes del gremio de ladrones, todos pululaban en torno a lugares como aquel  como moscas en torno a un cadáver, y todos podían ser incómodos pero necesarios aliados si se quería mantener el orden  en aquella pequeña ciudad. La nata y la crema de la escoria, lo mejor de lo peor.
 Maximilien había soñado que eso no le ocurriría a él cuando llegara a ser agente de la ley. Cuando era un jovenzuelo decía que lograría imponer la ley sin concesiones, con la sola ayuda de sus brazos y de sus hombres, y el apoyo de la gente honrada de Fallclift. Pero allí estaba, buscando a un cazarrecompensas, que era lo que le había llevado a ese lugar en aquella ocasión. Su padre, el alguacil, le había dicho desde el primer momento que era la mejor opción, pero lo cierto era que durante dos días se había estado estrujando la cabeza para evitar llegar a aquel punto, pero no había encontrado otra solución. Debía capturar urgentemente  a tres criminales extremadamente peligrosos que se habían ocultado en las colinas y no tenía tiempo ni hombres para ir a buscarlos por sí mismo. Habría necesitado dedicar todos sus hombres durante cinco o seis días, quizás más, en los que habría dejado la ciudad a merced de todos los sinvergüenzas locales, que eran unos cuantos. La recompensa no era suficientemente alta para interesar a los cazadores de criminales con buena reputación, pero había un hombre que quizás pudiera encargarse de ellos por tan poco dinero. Siempre que se olvidara de la posibilidad de que los trajera vivos, claro. La idea de que murieran en el bosque sin ser sometidos a juicio Iba en contra de sus más básicos principios, pero lo que habían hecho aquellos animales era tan horrible que no le pareció menos deseable a que siguieran sueltos por ahí, lo que le había servido para vencer sus escrúpulos.
Preguntó por el hombre que buscaba  al dueño, un enano malencarado con la cabeza rapada, que le cogió un cubo lleno de agua y le indicó que le siguiera con un gruñido. Se dirigieron al rincón más oscuro y fétido de aquel antro y se encontró frente a frente con un hombre inconsciente tirado en una silla, envuelto en una capa con capucha de color indefinido, entre verde y gris, o quizás marrón. Sin ninguna ceremonia, el posadero arrojó el cubo contra su cliente, que se despertó en el acto claramente sobresaltado, aunque rápidamente pareció serenarse.
Maximilien aprovechó el momento para examinar a su interlocutor, y no se sintió nada impresionado. Era un hombre de algo menos de seis pies de altura, más bien delgado, por no decir cetrino, con el pelo largo y descuidado y barba de varios días. Hedía  a cerveza y a vómito, pero en cuanto se hubo serenado lo suficiente le lanzó una mirada inquisitiva, carente del menor disimulo que exigía la cortesía más elemental. No pudo evitar preguntarse por qué su padre le tenía en tal alta estima. Claro que conocía la historia, que había sido un ciudadano ejemplar, que había ayudado a su padre a encontrar a algunos criminales especialmente escurridizos.
Y luego sucedió todo aquello de su esposa y su cuñada, violadas y asesinadas por una banda de soldados de Garrosh que habían participado en una incursión punitiva contra algunos nobles rebeldes y regresaban a sus dominios ebrios de triunfo, cerveza y los dioses sabían qué más.  Todos habían oído la historia de que dejando a su hermano y sus sobrinos para que las enterraran, había desaparecido durante algo más de dos semanas. Y que ninguno de los ocho mercenarios de Garrosh regresó jamás a la capital del reino. Los pocos cadáveres que se encontraron estaban muy separado. Se decía que el vengativo cazador les había acechado durante más de una semana, matando un único hombre cada día, todos de dos disparos por la espalda. Al menos había tenido el buen sentido de usar flechas de estilo goblin para enmascarar la autoría,  pero aquella locura de tomarse la justicia por su mano podría haber supuesto otra guerra y que el ejército real arrasara Fallclift y quién sabía qué más. Lo curioso es que pese a haber puesto en peligro las vidas de todos los habitantes de todos los pueblos en veinte millas a la redonda, seguía habiendo gente que le respetaba por aquello. Incluido su propio padre, Jasón
-“Así que tú eres Rodgers, el cazador.”- El hombre asintió con la cabeza sin decir una palabra ni dejar de mirarle fijamente a los ojos. Carraspeó y decidió ir al grano, aunque sólo fuera para acabar con aquella incómoda situación cuanto antes.
-“Necesito que busques y me traigas unos hombres. Son peligrosos, y los quiero vivos o muertos.”
-“¿Cuántos?” murmuró el cazador con voz grave.
-“Son tres. Ecram, conocido como el lince, Zils, el hijo de Sverik y Felon Catermin, conocido como el Loco.”
-¿A cuánto?
-“Diez grifos por Ecram, y veinticinco por Sveriksonn. Y setenta y cinco grifos de oro por Catermin.” Lo cierto era que sin ser una cantidad desdeñable, no parecía demasiado teniendo en cuenta la dificultad y el riesgo de la misión.
-“¿Qué demonios han hecho ahora esos desgraciados? La semana pasada no me habrías ofrecido ni una cerveza por los tres.”
Era cierto. Aquel grupo de adictos a la medialuna eran viejos conocidos, pero hasta tres días antes se habían limitado a pequeños hurtos y algún asalto a algún viajero solitario. Nunc a habían hecho nada demasiado grave, y habían sido básicamente ignorados por las autoridades.
-Asaltaron un convoy de Grunier, el comerciante, que llevaba a sus hijas. Mataron a los dos guardias y uno de los cocheros, violaron a las mujeres y robaron todo lo que pudieron cargar.
Dereck se limitó a asentir levemente para indicar que había entendido. Su rostro se había convertido en una máscara inescrutable. Maximilien supuso que se lo estaba pensando. Le habían dicho que no solía aceptar encargos en el momento, así que se levantó, pero cuando se disponía a marcharse de aquel antro Dereck le alcanzó en la puerta.
-“Dos cosas. Una, pagarás mi cuenta aquí como adelanto. Y dos, ¿qué le haríais a esos tipos si os los trajera vivos?
Aquello extrañó a Maximilien. Siempre había oído que no solía tomarse las molestias de apresar a sus presas, aunque quizás estuviera intentando mejorar su pobre reputación.
-“Sin duda recibirían la pena capital, y teniendo en cuenta que además de asesinos son violadores, no sería nada rápido ni limpio. La horca en el mejor de los casos,  o ser desollados vivos o empalados en el peor. Teniendo en cuenta la influencia de Grunier, me esperaría un castigo ejemplar.”

El cazarrecompensas asintió de nuevo, recogió sus armas en la barra de la taberna y se marchó mientras que el incomodado ayudante del sheriff pagaba su desorbitada cuenta.

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