Uno de los dragones había chocado contra las rocas de la gruta. Gimgolas, Dean, Ancalagón y yo comenzamos de inmediato a empujar las grandes hojas de piedra que nos bloqueaban el paso. Deberían pesar varias toneladas, las abrimos en unos segundos. A la par que atravesamos la entrada, una enorme cabeza roja asomaba entre las rocas y nos lanzó todo el fuego del que eran capaces de producir sus milenarias entrañas. El fuego nos rodeaba, nuestras ropas ardían, nuestra piel se ennegrecía.
La consciencia pugnaba por abandonarme. Antes de cerrar los ojos pude ver cómo el resto del grupo caía humeante en las frías baldosas de piedra, menos uno de nosotros. La dama plateada, Kaly, avanzaba a trompicones hasta el altar. Su enorme fuerza interior, fruto de la unión de su linaje de dragón y la fe en los derrocados dioses la permitió alcanzar el altar en el centro de la sala. Finalmente su cuerpo ganó la batalla contra su espíritu y cayó inerte sobre la losa milenaria.
Hubo unos interminables segundos en los que el tiempo pareció detenerse. Los rugidos provenientes de fuera del templo me parecía lejanos y una tenue luz comenzó a rodear nuestros cuerpos, como si se tratase del abrazo de un espectro. Dejamos de sentir dolor. Nuestras heridas comenzaron a cerrarse y nuestro equipo parecía refulgir como recién salido de la forja. Y entonces un relámpago recorrió todo mi cuerpo. Mi cabeza empezó a funcionar 100 veces más rápido. Mis brazos recuperaron su fuerza y determinación. Mi corazón recuperó el aplomo... Y yo, sonreí.
Desenvainé las dos katanas sujetas a mi espalda, sorprendiéndome por su repentina ligereza. Y ante la mirada atónita de mis compañeros, que empezaban a levantarse dije:
“A por ellos, el de piel oscura es mío”
lunes, 19 de octubre de 2009
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