Muchas fueron las riquezas del antiguo reino. Todos
recordaban los metales preciosos y las gemas, y la inigualable maestría de los orfebres y los herreros. Sólo algunos
eruditos humanos recordaban el comercio y el resto de la artesanía, y sólo los
elfos y los gnomos, tan apegados a la tierra, rememoraban los cultivos
cuidadosamente alineados e irrigados.
Pero lo que casi todos los no enanos olvidaron, si es que en
algún momento habían sido conscientes de ello, es que la base del imperio
siempre fue la piedra. Aquella que constituía el suelo sobre el que se asentaba
y el cielo sobre sus cabezas, tanto como la seguridad de sus muros. Aquella que
albergaba a sus habitantes en vida, y en la que eran sepultados en la muerte.
Aún más, aquella en la que los antiguos dioses habían esculpido a sus primeros
ancestros, antes de que decidieran recurrir al blando y cambiante barro para
moldear a la raza de los hombres, tan volubles ellos.
Ninguna otra raza aprendió a conocer y apreciar los
distintos tipos de roca, ni siquiera los habitantes de la Infraoscuridad, que
nunca veían la luz del Sol. Y de todas las rocas de cantería, no hubo ninguna
tan apreciada como el Mountainbone, un tipo extremadamente raro de obsidiana, y
la reina de las piedras para la construcción. No sólo era increíblemente
resistente y duradera, sino que además era invulnerable a la magia de
transmutación, que podía transformar en barro murallas enteras de rocas
inferiores. Aunque era muy escasa y difícil de extraer y trabajar. En las
antiguas fortalezas enanas se reservaba para el suelo del nivel inferior, para
evitar ataques desde la Infraoscuridad, y para los puntos más críticos de las
murallas, como las poternas.
Sin ser nunca tan valiosa como los metales, un cargamento
completo de bloques tan perfectamente tallados que encajaban a hueso sin dejar
el menor resquicio entre ellos se consideraba un regalo digno de un príncipe.
El principal problema era que dada la dureza de la roca, los métodos de
cantería habituales eran inútiles, y requería más tiempo, paciencia y
herramientas especiales, como picos de adamantita y pulidores con polvo de
gemas. Además, los yacimientos se encontraban invariablemente en lo más alto de
ciertas cordilleras, lugares aislados y muy lejanos de cualquier asentamiento
civilizado por lo que sólo el trasporte de los bloques de al menos doscientas
libras de peso era un desafío no apto para pusilánimes. La vida era bastante
difícil en las colonias donde se extraía esta roca, pese a estar constantemente
comunicados con el núcleo del reino por carretas y barcos, que llevaban todas
las provisiones y herramientas necesarias, e incluso algunos pequeños lujos,
como cerveza y tabaco, y se llevaban las losas ya talladas.
Sin embargo, con la caída del Imperio Enano, algunas de las
colonias mineras más remotas, situadas
en torno al volcán conocido en la antigua lengua como Zarn an Karak, se
convirtieron en los últimos dominios libres de los enanos. El precio de
conservar su independencia fue terrible, ya que supuso convertirse en
completamente autosuficientes en un mundo helado sin apenas recursos.
El mountainbone cayó en desuso. Los humanos jamás habían
aprendido a trabajarlo, por lo que apenas hicieron uso del mismo después de su
asalto al poder, y sólo reutilizando bloques ya cortados saqueados de las
antiguas fortalezas. Con el brutal descenso del número de magos que supuso el
pacto de las casas sublevadas y la absurda costumbre humana de tomar las
fortalezas con sangrientos asaltos en vez de derrumbando los muros con máquinas
de asedio, las virtudes de tan excepcional material quedaron en un segundo
plano.
Los clanes de Zarn an Karak aprendieron a usarlo de otras
maneras, como para fabricar herramientas y armas para reservar el metal, muy
escaso en la región, y que además tendía a oxidarse rápidamente si no era
aleado con procedimientos secretos por los mejores herreros enanos. Y realmente
necesitaron usar las armas con frecuencia.
Los primeros años tras la gran traición, la casa de Talos
trató de asaltar las colonias varias veces. Las montañas fueron la tumba de
casi todos. Miles de ellos. Perdieron casi tantos hombres por la dureza del
terreno, enfermedades y ataques de bestias que en batalla. Lo cierto era que a
alturas superiores a los siete u ocho mil pies sobre el nivel del mar a buena parte
de los humanos comenzaba a costarles respirar, y entonces eran presa fácil para
los indómitos y vengativos enanos.
Al cabo de un par de décadas se retiraron, y nunca más
volvieron, pero eso no supuso una gran mejora. Al quedar desmilitarizada, la
zona, en la que ya abundaban seres peligrosos, se infestó de orcos, gigantes y
trolls. Había quien decía que los esclavistas Talos estaban encantados de
soltar en aquel territorio a esclavos no humanos demasiado indisciplinados o
estúpidos para trabajar, para dar ejemplo a los demás. Aquellos que sobrevivían
hacían del territorio un lugar aún más peligroso, y creaban un eficaz cinturón
defensivo que a lo largo de los siglos siguientes demostró ser infranqueable.
Mientras tanto, los últimos enanos libres del mundo lograron
sobrevivir en tan inhóspito hogar, enrocados en las zonas de nieves perpetuas
de las montañas y en continua lucha contra un mar de criaturas que les odiaban.
Cambiaron. Mucho del conocimiento de sus ancestros se había perdido, ya que al
ser una colonia minera apenas había sacerdotes, ni eruditos, ni qué decir
expertos en leyes. Tampoco es que sobraran muchos tipos de artesanos, por no
hablar de muchas materias primas, como metales y madera. Así que aprendieron a
hacer las cosas a su manera, con los materiales disponibles, y a prescindir de
aquello que no pudieron recrear.
Se vistieron con pieles, luchaban tanto con armas de acero
como de piedra, y apenas usaban las armaduras de metal que habían caracterizado
a los ejércitos de sus antepasados. Para intimidar a sus salvajes enemigos,
adoptaron algunas de sus costumbres, como pintarse la cara con pinturas de
guerra y tatuarse. También adoptaron tácticas que no solían relacionarse con la
raza enana, como la emboscada o la retirada a terreno favorable.
También conservaron sus antiguos dioses, aunque lo
fusionaron con costumbres animistas, como el culto a los espíritus naturales.
Tras la caída de Móradin, se mantuvo su culto, en un intento de mantener a su
dios vivo y ayudarle a recuperar su vieja gloria. Pero era evidente que no
estaba en condiciones de ayudar a nadie, así que cobró importancia el culto a
deidades secundarias del panteón enano, sobre todo a Skuld, la hija de Móradin,
conocedora del destino y patrona de los valientes. Se decía que en los antiguos
tiempos era la encargada de recoger las almas de los que morían en combate y
escoltarlas hasta la presencia de su padre, al que ayudaban a alimentar su
fragua, donde se daba forma al mundo. Pero que tras la caída de Móradin,
comenzó a reunir a los espíritus de los guerreros caídos para formar un
ejército que luchara contra los demonios y las hordas de Grushm y protegiera a
lo que quedaba de su pueblo de los peligros ultramundanos.
Skuld era adorada más en la caza y en el campo de batalla que en los
templos, y sus representantes más comunes
no eran los pocos sacerdotes que interpretaban sus designios, sino las
doncellas cantoras, que acompañaban a los guerreros y atendían a los moribundos
en sus últimos instantes. Después de la batalla cantaban las hazañas y las
vidas de los que habían muerto, sin omitir luces ni sombras.
En la anterior era, las doncellas cantoras habían sido
refinadas hijas de familias nobles que acompañaban a los ejércitos protegidas
por armaduras encantadas y legiones de enanos dispuestos a morir en su defensa.
Ahora eran avatares vivientes de su indómita diosa, las guerreras más agresivas
de una raza de salvajes, dirigiéndose allí donde el combate era más enconado. A
los enanos no les solía gustar que sus mujeres combatieran, aunque a menudo no
les quedaba otro remedio, y de hecho tanto ellos como ellas recibían el mismo
adiestramiento con las armas, pero siempre se alegraban de contar con las
doncellas de Skuld. Todos creían que dejarse llevar por el pánico y fracasar en
su deber ante una de ellas era una condena a una eternidad de ignominia y
olvido, así que nadie osaba flaquear cuando una doncella andaba cerca. Su
presencia había cambiado las tornas de innumerables batallas a favor de los clanes
de Zarn an Karak, pero también había conducido a la muerte a incontables enanos
que buscaban probar su valía.
Sigrún era una de ellas. Podía no ser la más experta, ni la
más dulce ni femenina, ni la más hermosa, pero los guerreros junto a los que
combatía la adoraban. La llamaban con el sobrenombre de “la que canta poco”,
porque los que luchaban a su lado tenían la grata costumbre de sobrevivir. Pese
a su gran juventud tenía una gran habilidad con las armas, y se decía de ella
que debía tener un espíritu tótem poderoso, lo que podía significar casi
cualquier tipo de habilidad intangible, desde un destino grandioso a
simplemente dar buena suerte, como una pata de conejo pelirroja de ciento
cincuenta libras. Podía ser cuestión de suerte, pero lo cierto era que Sigrún
siempre corría grandes riesgos para intentar que sus compañeros sobrevivieran. Por mucho que sus maestras siempre le
aseguraban que no era su labor mantenerlos vivos, sino darles ejemplo y
esperanza en la vida y consuelo en la muerte, cada vez que tenía que cantar lo
sentía como un fracaso. Pese a su adiestramiento, no lograba abstraerse a que
los caídos siempre eran enanos a los que había conocido desde niña. Por ello
sus canciones fúnebres siempre tenían un poso de tristeza de la que no se
sentía nada orgullosa, ya que odiaba mostrarse vulnerable. Aunque algunos
pensaban que esto restaba algo de majestuosidad al paso a la otra vida y
esperaban que se le fuera pasando con la práctica, otros apreciaban su
particular estilo. Decían que había algo más de verdad en sus canciones que en
las de otras cantoras más encallecidas.
Pero Sigrún se preguntaba si de verdad estaba hecha para
aquella vida. Sentía que estaba en su elemento en el campo de batalla, luchando
por los suyos, pero se le partía el alma cada vez que tenía que ofrecer los
ritos a un enano muerto. Cada ocho años las doncellas debían decidir si seguían
siéndolo o no, lo que se conocía como la reafirmación. Tras sesenta y cuatro
años de servicio se convertían en damas de Skuld, y recibían permiso para abandonar
la castidad y casarse. Sigrún se aproximaba a su primera reafirmación y no estaba
segura de qué opción tomar. Además había hecho una de las pocas cosas que tenía
prohibidas, enamorarse. Se decía que
cortejar a una doncella cantora era cortejar a la muerte, y que los que osaban
hacerlo invariablemente acababan atrayendo la mala fortuna y muriendo en batalla protegiendo a su amada.
Pero la hermosa Thurd, del clan Forjaroca, desafió este tabú, pese a ser ella
misma otra cantora. Lo cierto es que Sigrún nunca terminó de entender qué había
visto en ella para arriesgarse de esa manera. No era la más guapa, ni la más
sensible, ni desde luego la más jovial de las enanas. Pero ella sí que supo lo
que vio en Thrud. Una desbordante alegría de vivir pese a todos los pesares, y
la extraña combinación de una increíble ternura en la paz y fuego y acero en la
batalla. Y poseía la voz más hermosa y conmovedora que jamás había escuchado. Llevaron
su relación con discreción, y sólo sus hermanas cantoras lo supieron.
Pero la maldición de las cantoras demostró tener sólidas
bases. Apenas llevaban juntas dos años cuando un nuevo enemigo llegó a las
montañas. Era algún tipo de hechicero, humano, al parecer, pero de alguna
manera logró poner a su servicio a toda una tribu de orcos y a varios ogros y gigantes.
Nadie supo qué buscaba por aquellas tierras perdidas, pero arrasó con todo lo
que encontró a su paso, hasta que los enanos de Zarn an Karak presentaron
batalla al pie de un glacial. Los orcos cayeron a decenas, y los primeros
gigantes también fueron barridos bajo una avalancha de armas arrojadizas
seguida de la carga de los salvajes enanos. Muchos comenzaron a huir de la
carnicería, demasiado conmocionados para darse cuenta de que superaban a sus
enemigos en tres a uno. Y entonces apareció el hechicero, rodeado de toda una
guardia pretoriana de humanos con corazas completas, escudos y ballestas. Se
desató un infierno de llamas y relámpagos entre los enanos, que comenzaron a
dispersarse.
Las doncellas dieron un paso al frente y los enanos
volvieron a la lucha. Sigrún fue una de las que encabezaron la segunda carga, y
de las pocas que lograron acercarse al hechicero y sus extraños guardias.
Decapitó a uno de ellos a costa de ser herida en el costado y se percató de que
sólo Thrud y ella seguían en pie, espalda contra espalda. Seguramente
consciente del efecto que las doncellas estaban ejerciendo en la moral de los
enanos, decidió hacer un escarmiento en ellas, y arrojó un extraño conjuro,
como un relámpago de color violeta, que parecía tragarse toda la luz que había
alrededor. Sigrún se preparó para el impacto cerrando los ojos, pero cuando
volvió a abrirlos vio que Thud se había interpuesto en la trayectoria, y caía
al suelo. El hechicero lanzó una carcajada
sádica que resonó por todo el valle, y conjuró una brillante cúpula de energía
sobre sí mismo. Los pocos guerreros acorazados que quedaban se acercaron a la
última enana que quedaba en pie. Supo que no tenía ninguna oportunidad de
vencer a aquellos diestros guerreros, y que aunque lo lograra, no lograría
perforar la cúpula que protegía al hechicero. Así que ni lo intentó. Con las
pocas fuerzas que le quedaban, cargó contra el guerrero situado más cerca de la
pared del glacial y saltó sobre él. El soldado interpuso expertamente su escudo
para protegerse, pero en vez de golpearle, Sigrún utilizó a su adversario como
trampolín para saltar a un saliente de la pared glacial, a la que comenzó a
golpear con su martillo de guerra. Sus enemigos comprendieron demasiado tarde
lo que intentaba. Con lágrimas en los ojos, asestó un último golpe tan brutal
que la cabeza de mountainbone del martillo estalló en pedazos y su mango se
partió al tiempo que lanzaba un poderoso grito de guerra lleno de ira y dolor.
Un virote de ballesta le impactó en la espalda, y calló de rodillas, desarmada
y derrotada. Pero entonces la pared se desmoronó sobre el ejército enemigo en
una avalancha de pedazos de hielo que empequeñecieron a los ogros.
Nadie supo a ciencia cierta cómo Sígrun logró sobrevivir a
la hecatombe, pero la encontraron inconsciente al lado de donde había caído
Thud. Cuando recuperó la consciencia supo que había sido una gran victoria. Milagrosamente,
habían muerto muy pocos enanos. Los conjuros del hechicero habían herido a
muchos, pero al no haber sido rematados la mayoría habían logrado sobrevivir. Thrud
también había sobrevivido, pero había quedado en estado comatoso, y los
sanadores no lograban hacer nada por ella. Un anciano clérigo dijo que el
conjuro que le había lanzado el hechicero le había arrancado su espíritu, y que
salvo que ocurriera un milagro, jamás despertaría. Sigrún se sintió morir.
Ignorando el debate que se había desatado entre las damas
cantoras y los sacerdotes sobre si debería recibir los ritos funerarios o no,
Sigrún cantó la elegía de Brúor sin tratar de ocultar su llanto. Los testigos contaron
que fue la canción más hermosa y desgarradora que habían oído aquellas
montañas, y juraron haber oído la
voz de Thud junto a la de su amada y que hasta los pájaros se habían conmovido.
Pese a la clara ruptura de las normas que supuso no esperar a las conclusiones
de los mayores, nadie osó poner ninguna objeción sobre aquello.
Pasaron dos meses en los que como se había predicho, Thrud
no despertó, pese a que todas sus heridas físicas sanaban a buen ritmo. Sigrún
quedó destrozada, y fue relevada de sus obligaciones, permitiéndosele quedarse
al lado de su amada.
Todo cambió el día que los silenciosos hablaron. Los
silenciosos eran los clérigos de Móradin, llamados así porque no solían tener
gran cosa que decir. Su comatoso dios no solía enviar muchos designios que
interpretar, y preferían estar callados para tener mejor conexión con cualquier
susurro divino. Pero un buen día todos los silenciosos despertaron asegurando
haber tenido el mismo sueño. Que Móradin había despertado, aunque seguía débil,
que había vuelto a otorgar sus dones a unos pocos elegidos y que era la señal
de que se aproximaban tiempos que iban a marcar el destino de la raza enana,
para bien o para mal. Se habló de que los descendientes vivos de Alduin
saldrían a la luz, y que la raza enana podría recuperar su libertad si
recuperaba la fe en su viejo dios y en sí misma. Ni qué decir tiene que estas
advertencias no cayeron en saco roto. Las montañas conocieron una agitación
como no se había visto en siglos. Los jefes de los clanes se reunieron, los
ancianos y los augures fueron escuchados, y por primera vez se decidieron a
contactar con los clanes del resto del continente. Para ello se enviarían unas
pocas expediciones al exterior. No faltaron voluntarios, aun sabiendo que la
mayoría no iban a regresar. Las doncellas de Skuld tampoco se echaron atrás, aunque
no fueron pocos los que pusieron inconvenientes a que más que un puñado de
ellas se marcharan.
La noche antes de que las partidas marcharan, Sigrún hizo un
solemne voto ante Skuld y ante Móradin. Marcharía a lo desconocido y daría
hasta la última gota de su sangre para que se cumplieran sus designios a cambio
de que Thrud despertara. Sin nada más que una leve esperanza de que sus dioses
la hubieran escuchado, tomó para sí el hacha grabada con runas que había pertenecido
a Thrud, pidió permiso para acompañar a uno de los grupos de exploradores. Sus
superioras, comprensivas, se lo concedieron.
Marchó junto con una diminuta partida de exploradores de
otro clan a los que apenas conocía. La mayoría no sobrevivió al trayecto en el
desierto que rodeaba las montañas, pero lo que ocurrió después es otra
historia…
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