martes, 5 de mayo de 2015

Sigrún

Muchas fueron las riquezas del antiguo reino. Todos recordaban los metales preciosos y las gemas, y la inigualable maestría  de los orfebres y los herreros. Sólo algunos eruditos humanos recordaban el comercio y el resto de la artesanía, y sólo los elfos y los gnomos, tan apegados a la tierra, rememoraban los cultivos cuidadosamente alineados e irrigados.
Pero lo que casi todos los no enanos olvidaron, si es que en algún momento habían sido conscientes de ello, es que la base del imperio siempre fue la piedra. Aquella que constituía el suelo sobre el que se asentaba y el cielo sobre sus cabezas, tanto como la seguridad de sus muros. Aquella que albergaba a sus habitantes en vida, y en la que eran sepultados en la muerte. Aún más, aquella en la que los antiguos dioses habían esculpido a sus primeros ancestros, antes de que decidieran recurrir al blando y cambiante barro para moldear a la raza de los hombres, tan volubles ellos.
Ninguna otra raza aprendió a conocer y apreciar los distintos tipos de roca, ni siquiera los habitantes de la Infraoscuridad, que nunca veían la luz del Sol. Y de todas las rocas de cantería, no hubo ninguna tan apreciada como el Mountainbone, un tipo extremadamente raro de obsidiana, y la reina de las piedras para la construcción. No sólo era increíblemente resistente y duradera, sino que además era invulnerable a la magia de transmutación, que podía transformar en barro murallas enteras de rocas inferiores. Aunque era muy escasa y difícil de extraer y trabajar. En las antiguas fortalezas enanas se reservaba para el suelo del nivel inferior, para evitar ataques desde la Infraoscuridad, y para los puntos más críticos de las murallas, como las poternas.
Sin ser nunca tan valiosa como los metales, un cargamento completo de bloques tan perfectamente tallados que encajaban a hueso sin dejar el menor resquicio entre ellos se consideraba un regalo digno de un príncipe. El principal problema era que dada la dureza de la roca, los métodos de cantería habituales eran inútiles, y requería más tiempo, paciencia y herramientas especiales, como picos de adamantita y pulidores con polvo de gemas. Además, los yacimientos se encontraban invariablemente en lo más alto de ciertas cordilleras, lugares aislados y muy lejanos de cualquier asentamiento civilizado por lo que sólo el trasporte de los bloques de al menos doscientas libras de peso era un desafío no apto para pusilánimes. La vida era bastante difícil en las colonias donde se extraía esta roca, pese a estar constantemente comunicados con el núcleo del reino por carretas y barcos, que llevaban todas las provisiones y herramientas necesarias, e incluso algunos pequeños lujos, como cerveza y tabaco, y se llevaban las losas ya talladas.
Sin embargo, con la caída del Imperio Enano, algunas de las colonias mineras  más remotas, situadas en torno al volcán conocido en la antigua lengua como Zarn an Karak, se convirtieron en los últimos dominios libres de los enanos. El precio de conservar su independencia fue terrible, ya que supuso convertirse en completamente autosuficientes en un mundo helado sin apenas recursos.
El mountainbone cayó en desuso. Los humanos jamás habían aprendido a trabajarlo, por lo que apenas hicieron uso del mismo después de su asalto al poder, y sólo reutilizando bloques ya cortados saqueados de las antiguas fortalezas. Con el brutal descenso del número de magos que supuso el pacto de las casas sublevadas y la absurda costumbre humana de tomar las fortalezas con sangrientos asaltos en vez de derrumbando los muros con máquinas de asedio, las virtudes de tan excepcional material quedaron en un segundo plano.
Los clanes de Zarn an Karak aprendieron a usarlo de otras maneras, como para fabricar herramientas y armas para reservar el metal, muy escaso en la región, y que además tendía a oxidarse rápidamente si no era aleado con procedimientos secretos por los mejores herreros enanos. Y realmente necesitaron usar las armas con frecuencia.
Los primeros años tras la gran traición, la casa de Talos trató de asaltar las colonias varias veces. Las montañas fueron la tumba de casi todos. Miles de ellos. Perdieron casi tantos hombres por la dureza del terreno, enfermedades y ataques de bestias que en batalla. Lo cierto era que a alturas superiores a los siete u ocho mil pies sobre el nivel del mar a buena parte de los humanos comenzaba a costarles respirar, y entonces eran presa fácil para los indómitos y vengativos enanos.
Al cabo de un par de décadas se retiraron, y nunca más volvieron, pero eso no supuso una gran mejora. Al quedar desmilitarizada, la zona, en la que ya abundaban seres peligrosos, se infestó de orcos, gigantes y trolls. Había quien decía que los esclavistas Talos estaban encantados de soltar en aquel territorio a esclavos no humanos demasiado indisciplinados o estúpidos para trabajar, para dar ejemplo a los demás. Aquellos que sobrevivían hacían del territorio un lugar aún más peligroso, y creaban un eficaz cinturón defensivo que a lo largo de los siglos siguientes demostró ser infranqueable.
Mientras tanto, los últimos enanos libres del mundo lograron sobrevivir en tan inhóspito hogar, enrocados en las zonas de nieves perpetuas de las montañas y en continua lucha contra un mar de criaturas que les odiaban. Cambiaron. Mucho del conocimiento de sus ancestros se había perdido, ya que al ser una colonia minera apenas había sacerdotes, ni eruditos, ni qué decir expertos en leyes. Tampoco es que sobraran muchos tipos de artesanos, por no hablar de muchas materias primas, como metales y madera. Así que aprendieron a hacer las cosas a su manera, con los materiales disponibles, y a prescindir de aquello que no pudieron recrear.
Se vistieron con pieles, luchaban tanto con armas de acero como de piedra, y apenas usaban las armaduras de metal que habían caracterizado a los ejércitos de sus antepasados. Para intimidar a sus salvajes enemigos, adoptaron algunas de sus costumbres, como pintarse la cara con pinturas de guerra y tatuarse. También adoptaron tácticas que no solían relacionarse con la raza enana, como la emboscada o la retirada a terreno favorable.
También conservaron sus antiguos dioses, aunque lo fusionaron con costumbres animistas, como el culto a los espíritus naturales. Tras la caída de Móradin, se mantuvo su culto, en un intento de mantener a su dios vivo y ayudarle a recuperar su vieja gloria. Pero era evidente que no estaba en condiciones de ayudar a nadie, así que cobró importancia el culto a deidades secundarias del panteón enano, sobre todo a Skuld, la hija de Móradin, conocedora del destino y patrona de los valientes. Se decía que en los antiguos tiempos era la encargada de recoger las almas de los que morían en combate y escoltarlas hasta la presencia de su padre, al que ayudaban a alimentar su fragua, donde se daba forma al mundo. Pero que tras la caída de Móradin, comenzó a reunir a los espíritus de los guerreros caídos para formar un ejército que luchara contra los demonios y las hordas de Grushm y protegiera a lo que quedaba de su pueblo de los peligros ultramundanos.
Skuld era adorada más  en la caza y en el campo de batalla que en los templos, y sus representantes más comunes  no eran los pocos sacerdotes que interpretaban sus designios, sino las doncellas cantoras, que acompañaban a los guerreros y atendían a los moribundos en sus últimos instantes. Después de la batalla cantaban las hazañas y las vidas de los que habían muerto, sin omitir luces ni sombras.
En la anterior era, las doncellas cantoras habían sido refinadas hijas de familias nobles que acompañaban a los ejércitos protegidas por armaduras encantadas y legiones de enanos dispuestos a morir en su defensa. Ahora eran avatares vivientes de su indómita diosa, las guerreras más agresivas de una raza de salvajes, dirigiéndose allí donde el combate era más enconado. A los enanos no les solía gustar que sus mujeres combatieran, aunque a menudo no les quedaba otro remedio, y de hecho tanto ellos como ellas recibían el mismo adiestramiento con las armas, pero siempre se alegraban de contar con las doncellas de Skuld. Todos creían que dejarse llevar por el pánico y fracasar en su deber ante una de ellas era una condena a una eternidad de ignominia y olvido, así que nadie osaba flaquear cuando una doncella andaba cerca. Su presencia había cambiado las tornas de innumerables batallas a favor de los clanes de Zarn an Karak, pero también había conducido a la muerte a incontables enanos que buscaban probar su valía.
Sigrún era una de ellas. Podía no ser la más experta, ni la más dulce ni femenina, ni la más hermosa, pero los guerreros junto a los que combatía la adoraban. La llamaban con el sobrenombre de “la que canta poco”, porque los que luchaban a su lado tenían la grata costumbre de sobrevivir. Pese a su gran juventud tenía una gran habilidad con las armas, y se decía de ella que debía tener un espíritu tótem poderoso, lo que podía significar casi cualquier tipo de habilidad intangible, desde un destino grandioso a simplemente dar buena suerte, como una pata de conejo pelirroja de ciento cincuenta libras. Podía ser cuestión de suerte, pero lo cierto era que Sigrún siempre corría grandes riesgos para intentar que sus compañeros sobrevivieran.  Por mucho que sus maestras siempre le aseguraban que no era su labor mantenerlos vivos, sino darles ejemplo y esperanza en la vida y consuelo en la muerte, cada vez que tenía que cantar lo sentía como un fracaso. Pese a su adiestramiento, no lograba abstraerse a que los caídos siempre eran enanos a los que había conocido desde niña. Por ello sus canciones fúnebres siempre tenían un poso de tristeza de la que no se sentía nada orgullosa, ya que odiaba mostrarse vulnerable. Aunque algunos pensaban que esto restaba algo de majestuosidad al paso a la otra vida y esperaban que se le fuera pasando con la práctica, otros apreciaban su particular estilo. Decían que había algo más de verdad en sus canciones que en las de otras cantoras más encallecidas.
Pero Sigrún se preguntaba si de verdad estaba hecha para aquella vida. Sentía que estaba en su elemento en el campo de batalla, luchando por los suyos, pero se le partía el alma cada vez que tenía que ofrecer los ritos a un enano muerto. Cada ocho años las doncellas debían decidir si seguían siéndolo o no, lo que se conocía como la reafirmación. Tras sesenta y cuatro años de servicio se convertían en damas de Skuld, y recibían permiso para abandonar la castidad y casarse. Sigrún se aproximaba a su primera reafirmación y no estaba segura de qué opción tomar. Además había hecho una de las pocas cosas que tenía prohibidas, enamorarse.  Se decía que cortejar a una doncella cantora era cortejar a la muerte, y que los que osaban hacerlo invariablemente acababan atrayendo la mala fortuna  y muriendo en batalla protegiendo a su amada. Pero la hermosa Thurd, del clan Forjaroca, desafió este tabú, pese a ser ella misma otra cantora. Lo cierto es que Sigrún nunca terminó de entender qué había visto en ella para arriesgarse de esa manera. No era la más guapa, ni la más sensible, ni desde luego la más jovial de las enanas. Pero ella sí que supo lo que vio en Thrud. Una desbordante alegría de vivir pese a todos los pesares, y la extraña combinación de una increíble ternura en la paz y fuego y acero en la batalla. Y poseía la voz más hermosa y conmovedora que jamás había escuchado. Llevaron su relación con discreción, y sólo sus hermanas cantoras lo supieron.
Pero la maldición de las cantoras demostró tener sólidas bases. Apenas llevaban juntas dos años cuando un nuevo enemigo llegó a las montañas. Era algún tipo de hechicero, humano, al parecer, pero de alguna manera logró poner a su servicio a toda una tribu de orcos y a varios ogros y gigantes. Nadie supo qué buscaba por aquellas tierras perdidas, pero arrasó con todo lo que encontró a su paso, hasta que los enanos de Zarn an Karak presentaron batalla al pie de un glacial. Los orcos cayeron a decenas, y los primeros gigantes también fueron barridos bajo una avalancha de armas arrojadizas seguida de la carga de los salvajes enanos. Muchos comenzaron a huir de la carnicería, demasiado conmocionados para darse cuenta de que superaban a sus enemigos en tres a uno. Y entonces apareció el hechicero, rodeado de toda una guardia pretoriana de humanos con corazas completas, escudos y ballestas. Se desató un infierno de llamas y relámpagos entre los enanos, que comenzaron a dispersarse.
Las doncellas dieron un paso al frente y los enanos volvieron a la lucha. Sigrún fue una de las que encabezaron la segunda carga, y de las pocas que lograron acercarse al hechicero y sus extraños guardias. Decapitó a uno de ellos a costa de ser herida en el costado y se percató de que sólo Thrud y ella seguían en pie, espalda contra espalda. Seguramente consciente del efecto que las doncellas estaban ejerciendo en la moral de los enanos, decidió hacer un escarmiento en ellas, y arrojó un extraño conjuro, como un relámpago de color violeta, que parecía tragarse toda la luz que había alrededor. Sigrún se preparó para el impacto cerrando los ojos, pero cuando volvió a abrirlos vio que Thud se había interpuesto en la trayectoria, y caía al suelo.  El hechicero lanzó una carcajada sádica que resonó por todo el valle, y conjuró una brillante cúpula de energía sobre sí mismo. Los pocos guerreros acorazados que quedaban se acercaron a la última enana que quedaba en pie. Supo que no tenía ninguna oportunidad de vencer a aquellos diestros guerreros, y que aunque lo lograra, no lograría perforar la cúpula que protegía al hechicero. Así que ni lo intentó. Con las pocas fuerzas que le quedaban, cargó contra el guerrero situado más cerca de la pared del glacial y saltó sobre él. El soldado interpuso expertamente su escudo para protegerse, pero en vez de golpearle, Sigrún utilizó a su adversario como trampolín para saltar a un saliente de la pared glacial, a la que comenzó a golpear con su martillo de guerra. Sus enemigos comprendieron demasiado tarde lo que intentaba. Con lágrimas en los ojos, asestó un último golpe tan brutal que la cabeza de mountainbone del martillo estalló en pedazos y su mango se partió al tiempo que lanzaba un poderoso grito de guerra lleno de ira y dolor. Un virote de ballesta le impactó en la espalda, y calló de rodillas, desarmada y derrotada. Pero entonces la pared se desmoronó sobre el ejército enemigo en una avalancha de pedazos de hielo que empequeñecieron a los ogros.
Nadie supo a ciencia cierta cómo Sígrun logró sobrevivir a la hecatombe, pero la encontraron inconsciente al lado de donde había caído Thud. Cuando recuperó la consciencia supo que había sido una gran victoria. Milagrosamente, habían muerto muy pocos enanos. Los conjuros del hechicero habían herido a muchos, pero al no haber sido rematados la mayoría habían logrado sobrevivir. Thrud también había sobrevivido, pero había quedado en estado comatoso, y los sanadores no lograban hacer nada por ella. Un anciano clérigo dijo que el conjuro que le había lanzado el hechicero le había arrancado su espíritu, y que salvo que ocurriera un milagro, jamás despertaría. Sigrún  se sintió morir.
Ignorando el debate que se había desatado entre las damas cantoras y los sacerdotes sobre si debería recibir los ritos funerarios o no, Sigrún cantó la elegía de Brúor sin tratar de ocultar su llanto. Los testigos contaron que fue la canción más hermosa y desgarradora que habían oído aquellas montañas,  y juraron haber oído la voz de Thud junto a la de su amada y que hasta los pájaros se habían conmovido. Pese a la clara ruptura de las normas que supuso no esperar a las conclusiones de los mayores, nadie osó poner ninguna objeción sobre aquello.
Pasaron dos meses en los que como se había predicho, Thrud no despertó, pese a que todas sus heridas físicas sanaban a buen ritmo. Sigrún quedó destrozada, y fue relevada de sus obligaciones, permitiéndosele quedarse al lado de su amada.
Todo cambió el día que los silenciosos hablaron. Los silenciosos eran los clérigos de Móradin, llamados así porque no solían tener gran cosa que decir. Su comatoso dios no solía enviar muchos designios que interpretar, y preferían estar callados para tener mejor conexión con cualquier susurro divino. Pero un buen día todos los silenciosos despertaron asegurando haber tenido el mismo sueño. Que Móradin había despertado, aunque seguía débil, que había vuelto a otorgar sus dones a unos pocos elegidos y que era la señal de que se aproximaban tiempos que iban a marcar el destino de la raza enana, para bien o para mal. Se habló de que los descendientes vivos de Alduin saldrían a la luz, y que la raza enana podría recuperar su libertad si recuperaba la fe en su viejo dios y en sí misma. Ni qué decir tiene que estas advertencias no cayeron en saco roto. Las montañas conocieron una agitación como no se había visto en siglos. Los jefes de los clanes se reunieron, los ancianos y los augures fueron escuchados, y por primera vez se decidieron a contactar con los clanes del resto del continente. Para ello se enviarían unas pocas expediciones al exterior. No faltaron voluntarios, aun sabiendo que la mayoría no iban a regresar. Las doncellas de Skuld tampoco se echaron atrás, aunque no fueron pocos los que pusieron inconvenientes a que más que un puñado de ellas se marcharan.
La noche antes de que las partidas marcharan, Sigrún hizo un solemne voto ante Skuld y ante Móradin. Marcharía a lo desconocido y daría hasta la última gota de su sangre para que se cumplieran sus designios a cambio de que Thrud despertara. Sin nada más que una leve esperanza de que sus dioses la hubieran escuchado, tomó para sí el hacha grabada con runas que había pertenecido a Thrud, pidió permiso para acompañar a uno de los grupos de exploradores. Sus superioras, comprensivas, se lo concedieron.
Marchó junto con una diminuta partida de exploradores de otro clan a los que apenas conocía. La mayoría no sobrevivió al trayecto en el desierto que rodeaba las montañas, pero lo que ocurrió después es otra historia…

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