Elodrin se abrió paso entre la multitud, ansioso por ver lo que había venido a buscar. Este era el tercer pueblo costero que visitaba. Se había pateado todas las tabernas de tipos duros, había hablado con decenas de mercenarios, pero ninguno aceptó el negocio propuesto. Incluso tuvo que huir del último pueblo, tras ser acusado de tramposo. La verdad es que necesitaba dinero, y no le importaba timar a aquella escoria. Cuando por fin llegó al foso, la desilusión fue mayúscula. Dentro, un tipo enorme le estaba dando una paliza a un hombre mucho más pequeño que él aunque fibroso y con pinta de duro, imagen acentuada por las cicatrices que surcaban su cara y cerraban su ojo derecho. El más pequeño de los dos no paraba de encajar golpes, alguno de los cuales le debería haber tumbado, y sus movimientos eran lentos y torpes. El desgraciado se había metido en una lucha de foso completamente borracho. El gigante le hizo una presa y al apretar el desagradable sonido de los ligamentos y huesos al llegar al límite llegó a los sensibles oídos de Elodrin. Y en ese momento de desesperación, el tuerto sonrió. Le propinó un cabezado al gigante, que soltó la presa y retrocedió dando trompicones, con la nariz rota y sangrando como un cerdo. Se abalanzó sobre él, propinándole una tormenta de golpes a ambos costados, que desbarataron la torpe guardia de su rival, aún aturdido. Todo terminó en unos segundos con un descomunal rodillazo a la mandíbula, que dejó al tipo más grande inconsciente y malherido. Elodrin se apartó, y esperó a que el luchador victorioso recibiera la tajada de las apuestas. Cuando el tumulto se fue dispersando por fin se acercó a él, y le abordó con una fórmula comprobada, invitándole a un trago. El tuerto, que se presentó como Hadrian, aceptó de buen grado. Elodrin había iniciado esta conversación de muchas formas distintas, con tacto, rodeos, sondeando a su interlocutor, pero sabía que con aquel tipo nada de esto iba a funcionar, así que la conversación empezó con las palabras “Tengo un negocio que proponerte, uno absurdamente arriesgado y no excesivamente bien remunerado. Tengo que asaltar una galera orca, y te ofrezco doscientas piezas de oro”.
A las dos noches era luna nueva, y aprovechando la oscuridad Elodrin y Hadrian abandonaban el barco de un contrabandista Halfling para tomar el bote que les debería permitir acercarse al barco orco. El pequeño barco, más rápido y maniobrable que la pesada galera, se la había adelantado y dejó el bote con los dos hombres en el punto en el que unos minutos más tarde debería pasar el otro barco. Hadrian le pidió las consignas de tal disparatada misión al ahora no disfrazado Elfo, le dijo que hiciese lo que pudiese, pues él se encargaría del resto. Elodrin pensó que si aquel tipo era lo mitad de bueno de lo que aseguraba ser tendrían una mínima posibilidad de éxito. Sin duda el vigía del barco, de no estar inconsciente o muerto los vería a pesar de la oscuridad, así que Elodrin se concentró, murmuró unas palabras y la silueta del bote empezó a desdibujarse y a parecerse a unos restos de madera a la deriva. Pero no era suficiente, su poder sólo afectaba a parte del bote. Entonces Hadrian, con una sonrisa hizo lo propio y su parte del bote se sumergió en sombras, completando el disfraz. A los pocos minutos el barco pasó rozando el bote camuflado, y los dos hombres lo abordaron, agarrándose a una escotilla del nivel más bajo. Dentro la estancia estaba iluminada por un par de antorchas. Se trataba de la “sala de máquinas”, llena de filas de bancos rodeados de cadenas en la que los esclavos podrían aportar sus escasas fuerzas para mover los enormes remos. Al fondo de la sala, una gran jaula retenía a al menos veinte esclavos. Pero no era lo único que había ahí abajo. En la otra punta, los chillidos de un jabalí ahogaban los murmullos de los esclavos, y en el centro, una pareja de orcos montaba guardia, con sus letales hachas listas para partir por la mitad a quien montase jaleo. En ese momento, la escotilla que conducía al nivel superior se abrió, de ella asomó un enorme semi ogro, armado con un látigo y un gran hacha de combate, aún mayor que la blandida por los orcos.
A la señal del elfo, los dos se pusieron en acción. El ojo muerto de Hadrian resplandeció un instante, y el tatuaje de zorro que lucía en su costado izquierdo comenzó a tomar vida. Los motivos tribales empezaron a retorcerse entre sí, y acabaron por salir de su cuerpo en cientos de diminutas hebras. Entonces se hizo el silencio más absoluto, el que sólo puede producir la magia. Al mismo tiempo, Elodrin murmuró unas palabras y proyectó la imagen que tenía en su cabeza sobre la jaula de los esclavos. Una vaporosa dama, con pinta espectral y la cara de su madre (era la primera que le vino a la memoria) se elevaba en la jaula sobre los esclavo, y extendía la mano hacia los orcos, con gesto amenazador. Los orcos se apresuraron a abrir la jaula, gritando maldiciones contra la misteriosa intrusa, y el semigigante tomó el centro de la estancia. A los pocos segundos comenzó la destrucción. Elodrin salió de las sombras y se abalanzó sobre uno de los orcos, tras dos rápidos movimientos su sable seccionó piel, tendones y arterias de su cuello, acabando con él en un abrir y cerrar de ojos. Casi al mismo tiempo, Hadrian sacaba la hoja de su Kama de la espalda del otro orco, que tenía además la rodilla torcida en un ángulo escalofriante. Los compañeros se giraron para enfrentarse al semi gigante, que apenas se había percatado de lo que estaba sucediendo. Antes de que pudiera reaccionar ya estaba sufriendo el azote de los dos asaltantes. Enfurecido, descargó amplios arcos con su hacha, pero sólo encontraron aire, y cuando ésta acabó por incrustarse en el suelo de madera, cayó víctima del ataque combinado. En apenas veinte segundos se habían librado de los primeros tripulantes en el más absoluto silencio, pero seguro habría muchos más, y esta vez no estarían desprevenidos.
Rápidamente liberaron a los esclavos, menos uno descomunalmente grande llamado Urtang que estaba encadenado y apartado de sus compañeros. Entre ellos se encontraba un enano, que pese a las penurias del viaje conservaba una mirada dura y digna, los latigazos no habían sido suficientes para arrancarle el espíritu. Se presentó como Thrain, paladín de Moradin y se erigió como el representante del grupo de esclavos, pues muchos de ellos apenas eran cuerpos retorcidos y balbuceantes. Elodrin les interrogó sobre el objetivo que le había conducido a asaltar aquel barco, dos muchachas y un chico regordete, pero no le supieron responder. Thrain, y Urtang, parecían los únicos capaces de sostener un arma con garantías, pero no se atrevieron a liberar a este último, pues Thrain aseguraba que su mente era inestable y podría complicar las cosas, por lo que acordaron liberarle sólo en caso de necesidad. Finalmente, Elodrin y Thrain, armado con una de las hachas orcas, subieron a la estancia de arriba, mientras Hadrian escaló por fuera de barco para entrar por una de las ventanas del nivel superior. De forma sincronizada comenzó el segundo asalto. Tres orcos discutían en el pasillo, rodeado de camarotes, y un cuarto, cubierto con un delantal lleno de sangre, salía de las cocinas con un cuchillo de carnicero enorme. Antes de que pudieran reaccionar dos orcos caían a manos de los silenciosos asaltantes, y el momento de confusión se vio incrementado por la carga del enano, que se trabó en un brutal duelo de hachas con el tercero. Mientras tanto, de una jaula situada al fondo de la sala, se oían los gritos de terror de otros esclavos, entre los que se encontraban niños, mujeres y viejos, los que eran demasiado débiles para remar y ejercían de sirvientes. Entre ellos se encontraba un chico flacucho, del que destacaba su pelo blanco como la nieve. Thrain les había advertido que podría resultar útil, y era el único de los prisioneros que mantenía la calma. El cocinero cargó contra Elodrin, que esta vez no pudo esquivar el golpe y quedó malherido por un feo tajo en el brazo derecho. Pensó, presa del aturdimiento del golpe, que se les acababa la suerte, que todo estaba perdido. Pero un gran estruendo le libró de tan amargos pensamientos. Una de las puertas de los camarotes salió despedida, y de su interior salió un impresionante orco negro, cubierto de pies a cabeza de una pesada armadura de hierro. Thrain, que ya se había librado de su contrincante, fue el primero en plantarle cara, pero sus ataques apenas superaban la defensa del orco, y cuando desató su ira sobre el enano, protegido sólo por harapos, a punto estuvo de decapitarle de dos mandobles. Mientras, Hadrian luchaba contra el cocinero, que se había parapetado en la cocina, y Elodrin comenzaba a recuperarse del ataque. Entonces, recordó las palabras de Thrain, el joven del pelo blanco resultaría útil. Recogió las llaves del cadáver de uno de los orcos, pero al mirar hacia la celda, el camino estaba cortado por el enorme orco negro. Sin pensárselo dos veces retrocedió, parapetándose tras unos barriles para recuperar el aliento, y arrojó las llaves hacia la celda, pasando delante de las narices del orco. Entonces el aire vibró y una mano mágica apareció ante la cerradura, recogió las llaves al vuelo y abrió la cerradura. El joven del pelo blanco, por fin libre, levantó las manos, y recitando una plegaria a la reina cuervo canalizó el poder divino, al alcance únicamente de los Elegidos, hasta sus maltrechos cuerpos. Al instante los tres se sintieron mucho mejor, imbuidos con nuevas energías y con las heridas más graves cerrándose por momentos. Hadrian acabó con el cocinero, y ayudó a Thrain contra el orco negro, que apenas había recibido daños y se disponía a terminar el trabajo con el enano. Elodrin aprovechó la distracción del orco para atacarle por la espalda, causándole serias heridas, pero a pesar de encontrar resquicios vulnerables en la armadura, bajo ella se escondía una segunda coraza de dura piel y enormes músculos. Con el acoso de los tres el orco empezaba a flaquear, pero sus ataques dejaron a Hadrian y Thrain medio muertos, y se mantenían en pie sólo por el poder que fluía del chico de pelo blanco hacia sus cuerpos. La cara de esfuerzo le delataba, su energía sanadora se estaba acabando, y cada ataque del enfurecido monstruo se convertía en una carnicería que apenas podía contener con su magia. La situación se tornaba desesperada, y Elodrin decidió jugársela a una carta. Nunca lo había probado en combate, y mucho menos contra semejante bestia, pero el orco parecía debilitado, podría funcionar. De su zurrón extrajo polvo de cristal, lo lanzó al aire dibujando un signo arcano, y tras recitar las palabras, el orco comenzó a tambalearse y cayó inconsciente, dormido, al menos hasta que Hadrian le rompió el cuello y Thrain le clavó el hacha en la espalda.
Pero apenas tuvieron tiempo para recuperarse, lo justo para recuperar el aliento, liberar a los prisioneros y hacer uso de alguna poción de curación. Al final del combate se les había unido Urtang, el enorme humano, armado con otra hacha orca. Finalmente subieron a cubierta, y esta vez los orcos estaban esperándoles. Seis orcos, y lo que parecía su jefe les amenazaban con su hachas y arcos. El coloso se abalanzó sobre ellos, y de un solo tajo acabó con uno de ellos. El combate se sucedía rápidamente, las flechas volaban, las hachas de los orcos causaban estragos, pero por el momento los cinco aguantaban. Hadrian y Elodrin luchaban en pareja, acabando rápidamente con uno de los orcos menores, hasta que centraron su atención en el líder. No era tan grande como el orco negro, pero demostró ser igual de peligroso. Manejaba un sable con destreza, y además parecía poseer dones mágicos. Invocó una terrorífica hoja mágica, que acosaba a Elodrin, y su mera presencia parecía redoblar las energías de sus tropas. Mientras tanto, el chico, que se había presentado como Aaron, se parapetaba de los flechazos del vigía y comenzó un duelo a distancia. De su mano brotaban haces de energía radiante, que volaban hacia su adversario en forma de cuervos de fuego. Cuando Thrain y Urtang acabaron con el resto de orcos, se volvieron contra los refuerzos que iban llegando. El combate parecía controlado, hasta que una jaula, cubierta por una gran tela estalló en pedazos y de ella salió un descomunal jabalí, tan grande como un caballo de guerra, que envistió Aaron rompiéndole varias costillas. Finalmente entre todos consiguieron abatirlo, y el último orco, parapetado en lo alto del mástil caía ardiendo consumido por los rayos de Aaron.
Contra todo pronóstico lo habían conseguido, habían acabado con todos los orcos, y el barco era suyo. Se sentían héroes, exhaustos pero poderosos, casi imparables. Entonces no lo sabían, pero su aventura apenas había comenzado. Tras el combate, reunieron a todos los prisioneros, y tras un registro minucioso de todos los camarotes, encontraron a Jonas, una de las personas que Elodrin había venido a buscar. Eran amigos, y si Jonas había acabado como esclavo en una galera orca, era el parte por su culpa. Pero no había ni rastro de Sarah y Alaijah, las otras dos jóvenes que buscaba. Tras la desilusión inicial, Elodrin se quedó toda la noche hablando con Jonas, recordando los buenos tiempos. Esa noche todos descansaron. Todos menos Hadrian, que se dedicó a conocer mejor a la dos jóvenes bellezas que habían liberado junto al resto de prisioneros, que le propinaron un caluroso agradecimiento.
El día siguiente se empleó para organizarlo todo. Se arrojaron por la borda los cadáveres de los orcos, se establecieron turnos para remar, y se clasificó a los liberados en función de sus habilidades. Desgraciadamente ninguno sabía navegar un barco de semejantes dimensiones, y lo más que se acercaba a un marinero era un aprendiz de pescador que apenas había llevado solo un pequeño velero. Decidieron intentar llevar el barco a lo que consideraron que debía ser el sur, ayudándose de los vientos, pero la travesía sería larga. Con el paso de los días el ímpetu inicial se iba tornando en desesperación. Comenzaron las primeras tensiones, las amenazas y las peleas, y aquella noche, el primer asesinato. El joven pescador, la mejor baza para llegar a tierra firme, había desaparecido. Se organizaron turnos de guardia, y se prohibió quedar en solitario en ningún momento. Y a pesar de ello, el asesino volvió a actuar. Pero en esta ocasión le sorprendieron en pleno ataque. Le cogieron cuando acababa de arrojar el segundo cadáver por la ventana. Se reía como sólo hacen los locos, y no hacía más que repetir que el ritual se había completado, y nada menos que en luna de sangre. Ante la repugnancia de aquello, y para evitar las complicaciones de un juicio y posterior ejecución, Elodrin empujó al asesino por la misma abertura por la que segundo antes había arrojado a su víctima. Estaban jodidos, pero al menos se habían librado de la oveja negra. Al día siguiente todos estaban más tranquilos, hasta que el vigía se percató de que el agua alrededor del barco se tornaba del color de la sangre. Aquello no contribuyó a calmar a la tripulación, y la tensión se mascaba en el ambiente.
Recibieron la visita de unos merfolk, los elfos del mar, parecidos a sirenas. Les advirtieron de la amenaza de los malvados sahuagin, y a cambio recibieron “tesoros de la superficie”, elementos cotidianos del barco, como tenedores, clavos, vasos y otros objetos de metal. Y finalmente las advertencias de los merfolk se vieron cumplidas. A los pocos días todos fueron alertados por una serie de ruidos. Algo estaba golpeando el barco. Cuando salieron a superficie vieron como unos enormes arpones estaban clavados en el costado del barco, y lo peor, nuevos arpones comenzaban a volar sobre los mástiles. Los disparos provenían de unos artilugios situados a lomos de unos enormes tiburones, guiados por unas extrañas criaturas humanoides anfibias, los sahuagin. Comenzaron a abordar el barco en gran número, algunos en cubierta, y otros en los pisos superiores. Los tripulantes intentaban romper las cadenas unidas a los arpones, que se tensaban ante las acometidas de los tiburones. Se proponían volcar el barco o romper los mástiles. Los que estaban en condiciones de luchar repelían la amenaza invasora. Algunos morían, otros se escondían, y a los pocos segundos sólo plantaban cara los cuatro jóvenes héroes. Estaban agotados, sangrando por decenas de heridas, y los sahuagin parecían entrar en frenesí en cuanto olían la sangre. Se volvían más letales y rápidos, y tras las numerosas bajas iniciales, empezaban a ganar terreno. Aaron empezaba a tener demasiado trabajo, canalizando su poder divino sobre sus compañeros. Thrain, ahora equipado con un martillo de guerra y escudo, y una improvisada armadura, se convertía en el bastión de la defensa, y Elodrin y Hadrian aprovechaban su velocidad para acabar con los enemigos en un dueto de muerte. Cuando parecía que habían acabado con todos los enemigos, uno de los mástiles cedió. Los tiburones seguían tirando de las cadenas, a pesar de los esfuerzos de Elodrin por acabar con sus jinetes con su letal arco élfico. Y mientras seguían ocupados en soltar arpones y romper cadenas, una explosión de agua les alertó. Del mar había surgido una enorme criatura, provista de cuatro brazos anchos como troncos de árbol, que voló de un salto hasta el centro de la cubierta. Los supervivientes se dirigieron a la nueva amenaza, atacándola con todo, pero apenas parecía notar los golpes, flechas o cortes. Cada vez que dirigía su atención sobre un defensor, acababa con él en unos segundos a base de cortes, garrazos o mordiscos. Las pociones volaban, Aaron estaba ya agotado, Hadrian y Thrain se levantaban por segunda y tercera vez, y Elodrin parecía ser la siguiente víctima. Pero finalmente, un ataque combinado de Hadrian y Thrain, que aprovechó Elodrin para colarse bajo las defensas del monstruo, sirvieron para acabar con él. Entonces oyeron el característico sonido de los cuernos de guerra de los melfolk, que acudían en su ayuda y produjeron la retirada al resto de sahuagin, sus enemigos naturales.
Y fue así como el maltrecho grupo, y su aún más lastimado barco, pasaron una semana a la deriva, inmersos en la desesperación. Hasta que al séptimo día divisaron tierra. Se aproximaron en un bote, para determinar si el poblado que habían divisado sería seguro, y en tal caso negociar las condiciones para acoger a los casi veinte supervivientes. Los habitantes del pueblo, llamado Karaya, fueron muy hospitalarios, y acogieron a los refugiados a cambio del destartalado barco. El alcalde, un hombre de mediana edad llamado Peeta, nombró a Ka’os, un agradable y extrovertido halfling “enlace” con el pueblo, y ayudó al variopinto grupo a establecerse. Esa misma tarde, un joven y atractivo mercader llegó al pueblo, respondía al nombre de Flinn, y también se mostró dispuesto a ayudar, a cambio de un precio justo. Las riquezas de los orcos sirvieron para pagar las armas y armaduras que demandaban Thrain y Aaron (al que tuvieron que convencer para que fuera más protegido), e incluso se hicieron con unas pocas pociones de curación. Pero no todo eran buenas noticias. En los últimos días, una extraña enfermedad comenzaba a hacer estragos. Misteriosas manchas negras aparecían en la piel de los enfermos, además de otros síntomas como debilidad y náuseas. Y lo que era peor, los enfermos no reaccionaban a la magia divina de Aaron y Thrain. El pueblo estaba asustado, pronto comenzaron los rumores sobre el origen mágico de la enfermedad. Elodrin estaba preparando su equipo para marcharse de aquel pueblucho cuando le llegó la noticia. Jonas también había enfermado, y moriría de no hacer algo. Después de todo lo que había arriesgado no podía dejarle así. Finalmente los tres se juntaron en la plaza del pueblo junto Peeta, Ka’os y una multitud de vecinos asustados. Respondían las preguntas con evasivas, hasta que finalmente Ka’os se armó de valor y puso voz a los cuchicheos. Hablaban de Morrigan, la bruja de bosque luminoso, pero no llegaban a ponerse de acuerdo sobre si sería parte del problema o de la solución. En cualquier caso, era su única pista, y comenzaron los preparativos para el viaje. Todos menos Hadrian, que ya había concluido su contrato, y se dedicó a abusar de la barra libre en la taberna y a probar placeres más carnales. Elodrin fue a informarle del viaje, pero al abrir la habitación, en lugar de encontrarse una o dos muchachas como esperaba, encontró a Hadrian retozando en la cama con Flinn, el joven mercader. Tras la sorpresa inicial, hablaron sobre el viaje, y dado que Hadrian no les acompañaría, se desearon suerte mutuamente.
A la mañana siguiente partieron los tres viajeros hasta bosque luminoso. Cada uno movido por sus propios motivos, pero todos dispuestos a dejarse la piel. Pero su primer encuentro no fue el esperado. A la salida de Karaya no les esperaban orcos ni bestias, sino Hadrian, que finalmente decidió acompañarles. Y fue así como los cuatro partieron en busca de una nueva y peligrosa aventura.
Vamos a ver si sigue funcionando esto de los comentarios, que hace siglos que nadie lo usa. El relato está bastante bien. En algunos trozos un poco esquemático, pero la verdad es que es muy complicado evitarlo cuando la historia es tan densa y pasan tantas cosas.
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