Mi vida ha sido la abadía. Hasta hace poco no conocía mucho
más allá de los campos y los montes que nos rodean, aparte de por las historias
que nos contaban algunos viajeros, o de las noticias que nos contaba el abad,
pero esta no es forma de comenzar mi historia, como toda buena historia debería
empezar de una forma impactante, llamativa, y aunque mi historia posiblemente
comenzó así, la verdad es que lo desconozco.
Para mi la vida siempre ha transcurrido cerca de la abadía,
no tengo recuerdos de mis padres o de mis hermanos, si es que los tuve, no
recuerdo nuestra casa, ni las tierras que trabajaba mi padre, no recuerdo la
comida que cocinaba mi madre, ni las peleas con mis hermanos, porque mis
primeros recuerdos conscientes fueron ya en la abadía con pocos años.
Me contaron, hace poco, que me encontraron en medio de un
pueblo arrasado por la guerra, no debía de tener más de tres o cuatro años,
pues ni eso es seguro, y era el único alma viviente que quedaba en medio de la
masacre. Tranquilo, medio dormido, abrazado a una manta, y rodeado de muerte
por todas partes me encontraron los hermanos, "los cuervos negros"
como les conoce mucha gente.
Les habían llegado noticias de la masacre, y como es su
deber, fueron hasta allí para dar reposo a los muertos, atajar la propagación
de enfermedades, y evitar que el mal pudiese hacerse con los restos vacíos, y
en medio de un lugar que hasta los carroñeros esquivaban, se encontraron a un
niño pequeño, intacto, aunque un poco hambriento.
Los hermanos me llevaron de vuelta a la abadía, y el abad
decidió que lo mejor sería que me quedase con ellos, siempre se necesita a los
cuervos después de una guerra o de una enfermedad especialmente virulenta, pero
muy pocos son voluntarios para una vida de servicio cuidando a los moribundos y
enterrando cadáveres, así que los huérfanos son siempre bien aceptados.
Como muchos de mis hermanos me pusieron un nombre, y el
apellido del convento, y desde entonces mi mundo estuvo centrado entre los
huertos y los campos de la abadía, las cocinas y la biblioteca, y todos
aquellos sitios donde los hermanos me mandaban a aprender o a trabajar.
En general los hermanos fueron buenos conmigo, y el abad en
particular siempre estuvo contento con mis progresos, a fin de cuenta, porque
después de bastantes años, por fin tenía a alguien nuevo en su monasterio. La
verdad es que no había muchos hermanos y la mitad de los trabajadores de los
campos y el huerto tenían que ser de las aldeas cercanas, pero al fin volvían a
tener algún joven en la comunidad.
El único problema eran los chicos de los pueblos
circundantes, cuando tenía alguna lección con ellos siempre se dedicaban a
molestarme, siempre era el objeto de sus burlas, el extraño, el cuervo de mal
agüero, y nunca fue a mejor. Normalmente me escudaba en los hermanos, o en los
libros, pero había veces que salir corriendo era la única solución para evitar
la confrontación física.
La situación cambió hace unos meses, se declaró una
enfermedad en la zona, y los hermanos, aunque no la sufrieron no eran capaces
de atender a los enfermos y los muertos de la región, por lo cual a pesar de
que yo era un novicio, finalmente me tocó ir a asistir a una pequeña población
yo solo.
En aquella población había uno de los grupos de chicos que
me tenían manía, encabezados por el hijo del herrero, un muchacho que me sacaba
una cabeza, y pesaba más del doble que yo. No había muchos enfermos en el
pueblo, pero ni siquiera tuve tiempo de prestarles la debida atención, pues en
cuanto me estaba acercando al poblado, un grupo de chicos encabezados por el
hijo del herrero me agarraron y me encerraron en un granero.
Al principio pensé que simplemente me querían fastidiar
haciendo que perdiese el tiempo, hasta que empecé a escuchar ruidos al fondo
del granero. Una y otra vez les pedí que me dejasen salir, que tenía gente a la
que ayudar, y entonces escuche al hijo del herrero:
-Si quieres curarles puedes empezar por los que están
dentro, son los que han traído la enfermedad aquí.
Como si las palabras del hijo del herrero fuesen una señal,
empecé a escuchar un ruido, una especie de gemido al final del granero, y poco
después aparecieron tres perros de caza. Parecían maltratados, enfermos de
rabia o tal vez algo peor, y desde luego, aspecto de estar hambrientos Se acercaban
lentamente hacia mi como si les hubiesen apaleado. Golpee la puerta una y otra
vez, pero no iban a abrirme, y poco a poco los perros se acercaban a mí.
Entonces me asaltó un olor que no esperaba, olor a
putrefacción. Un olor penetrante, acre, un olor que ningún ser vivo debería
desprender. Me giré lentamente y me fijé más en los perros, no estaban
enfermos, no tenían la rabia, ni habían sido maltratados, estaban muertos, o lo
habían estado, y alguien los había alzado como una patética burla de los seres
vivos.
No se acercaban con precaución hacia mí, sino que se
tambaleaban como criaturas sin mente, a los que solo mantenía el deseo de hacer
daño.
Muertos vivientes.
Si la enfermedad era de origen sobrenatural no estábamos
preparados para repelerla, ninguno de los hermanos de la abadía era un elegido,
ninguno conocía rituales de curación, ninguno sería capaz de curar a los
enfermos, solo podríamos esperar a que muriesen, y realizar los ritos adecuados
mientras rezábamos porque no se levantasen nuevamente en esta patética burla de
vida. Tenía que salir de allí de alguna forma y avisar a los hermanos, esto era
algo que nos podía superar rápidamente.
Los perros seguían acercándose tambaleantes, y busque algo a
mi alrededor con que defenderme, en el convento nos habían hablado de los
no-muertos, pero no estaba preparado para enfrentarme a uno de ellos, menos aún
a tres a la vez. Afortunadamente había un altillo, y una escalera, así que si
conseguía esquivarles podría ponerme a salvo.
Esquive a los perros como buenamente pude, afortunadamente
eran lentos y no se coordinaban, y pude llegar a lo alto de la escalera, y
cuando mire hacia dentro del altillo vi a un cuervo.
Un cuervo blanco
El cuervo me miró fijamente, a mí directamente, extendió las
alas, y graznando saltó directamente a mi cara.
Me asusté, alejé la escalera del borde del altillo y me caí
de espaldas, y mientras caía vi como el cuervo hacia un quiebro y bajaba en
picado directamente hacia mí.
Poco antes de que llegase al suelo, el cuervo empezó a
brillar, parecía convertirse en luz. Y un instante antes de llegar al suelo, me
atravesó. Noté el golpe contra el suelo amortiguado por algo, como si hubiese
caído sobre un lecho de plumas, y perdí la consciencia mientras me envolvía una
brillante luz.
Poco después abrí los ojos, y escuché como abrían la puerta
del granero. Me incorporé, y miré a mi alrededor, los perros habían
desaparecido, no había restos de su presencia, ni de la del cuervo, y aunque
unos instantes antes estaba aterrado, ahora me encontraba en paz, tranquilo, y
sabía lo que había que hacer como si algo en mi interior me guiase de una forma
que no admitía réplica ni duda. Algo tenía que hacerse, y yo era la herramienta
para llevarlo a cabo.
Salí del granero y me dirigí al ayuntamiento, donde tenían a
los enfermos, ignorando a los chicos, que se mantuvieron unos pasos por detrás
mío, susurrando algo.
Entré y fui directo a uno de los heridos, le había mordido
uno de los perros, y la herida se había infectado, pero no era su hora. Impuse
mis manos sobre el mordisco, y en instantes la herida se cerró, la carne
recuperó su color natural, y el hombre, semiinconsciente parecía recuperar la
salud en segundos. Tras él me pasé por el resto de los enfermos y heridos hasta
que todo el pueblos estaba limpio.
Sin decir poco más que una pequeña bendición me dirigí al
siguiente pueblo, y luego al siguiente, y luego al siguiente...
No recuerdo bien cuanto tiempo estuve curando enfermos en la
región, mi cuerpo parecía actuar de forma automática, de alguna forma sabía a
que pueblo tenía que ir, sabía a quien tenía que curar, y sabía quienes habían
llegado al limite de su esperanza de vida y había que dejarles ir. Trabajé así
durante días, casi sin descanso más que para comer y beber un poco, hasta que después
de más de una docena de pueblos limpios, perdí el conocimiento.
Después de dos días inconsciente desperté en la enfermería,
donde un hermano estaba velando mi descanso, y poco después de verme recuperar
la consciencia, salió a avisar al abad. Ya no me sentía como antes, volvía a
ser yo, volvía a tener conciencia de mis actos, a tener miedo, a desconocer que
iba a ser de mi vida, pero algo había cambiado en mi interior.
-Has despertado- Me dijo el abad en cuanto entró
-Padre, ¿que ha pasado? Recuerdo haberme caído de lo alto
de una escalera, y después está todo borroso en mis recuerdos. Supongo que
perdí el conocimiento por la caída, y llevo un par de días durmiendo...
-No hijo, tus recuerdos borrosos no fueron un sueño. La
reina cuervo ha elegido un nuevo mensajero.
-¿Quien? ¿Yo? Imposible, si soy solo un novicio- ¿Un
elegido de los dioses yo? Imposible
-Tranquilízate y descansa, la orden interna ya había
escuchado de la enfermedad que azotaba la región, y habían mandado un sacerdote
para contener la infección. Pero para cuando él llegó tu ya habías acabado con
la enfermedad, y habías impedido su expansión. Aún así el sacerdote no ha hecho
el viaje en balde, te acompañará hacia el norte para que recibas instrucción
apropiada. Ahora descansa, te espera un viaje muy largo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario