Mi nombre es Elodrin, hijo de Berethor, y esta es mi historia:
Como muchos de los nacidos en el seno de una familia de altos elfos, desde mi juventud he estudiado en la Universidad de Magia, junto a unos pocos señores de las grandes casas humanas, somos los únicos estudiantes de magia del mundo. Dada la relevancia de los anfitriones, sólo los estudiantes de las familias más importantes entablaban una relación cercana con los estudiantes humanos. El resto de aprendices, en las pocas horas libres que les permitía la estricta educación recibida, evitaban por completo el resto de integrantes que formaban el amplio séquito que rodeaba a los señores de los hombres. Todos menos yo. Aún siendo plenamente consciente de la superioridad de nuestra raza, había algo en ellos que me atraía fuertemente. La efimeridad de sus cortas vidas les impulsa a vivir de forma intensa, inesperada y en muchos casos a realizar actos carentes de ningún sentido. Y todo aquello me fascinaba. Chocaba por completo con todo lo que me habían enseñado, medir nuestros actos, sopesar las palabras, hacer lo que se espera de nosotros, como guardianes de la historia, el equilibrio y la magia, y saber que nuestras acciones nos perseguirán por mucho tiempo. Para los sirvientes el mañana poco significaba, y su mayor prioridad, aparte de sus obligaciones, era disfrutar de cada segundo, pensando poco o nada en las consecuencias.
Y fué así como empecé a escaparme por las noches para observarles, pese a las advertencias de mi padre. Durante meses me escondía en las sombras, mientras repasaba murmurando las lecciones del día, y les veía reír, beber, jugar y amar. Pero una noche, tras semanas de un agotador ritmo lectivo en el que comenzamos a poner en práctica los fundamentos mágicos aprendidos en los últimos meses, me distraje mientras recitaba un conjuro de luz y acabé iluminando la viga en la que estaba escondido mientras mis ajenos amigos cantaban una vieja canción popular. De inmediato cesó la música, y del sobresalto a punto estuve de caer de bruces. En última instancia me descolgué de la forma más digna que pude y me presenté. Los sirvientes, se apresuraron a hacer reverencias y ocultar de mi vista sus pertenencias menos decorosas. Por mi parte, avergonzado por lo sucedido, me disculpé y acabé por reconocer que llevaba tiempo observándoles. Tras la frialdad inicial, mi natural encanto, apoyado en gran medida por la altas cantidades de aguardiente ingeridas por aquellos infelices, hicieron que acabásemos todos charlando, cantando y riendo, como si fuese un sirviente más. De esta forma conocí a Jonas, un rollizo y risueño mozo de cuadras, Sarah, una joven ayudante de cocina, Mikah, un apuesto escudero y Alaijah, una preciosa y exótica criada.
Durante las siguientes semanas pasé casi todas las noches con tan variopinto grupo. Ellos me hablaban de sus costumbres y del día a día, y yo les relataba historias de la escuela, los alumnos y las anécdotas más cómicas de su señor, Ikster Martyen. Nos hicimos grandes amigos. Conforme pasaban los días aumentaban las confidencias, y empecé a relatarles historias de magia, e incluso a practicar algunos hechizos básicos delante de ellos. Por primera vez en mi vida me había sentido realmente parte de algo, de algo cercano, y no de la inmensidad de la responsabilidad histórica de mi raza. No me agobiaba el futuro, las expectativas de mi familia ni la dureza de las jornadas de estudio. Tenía un refugio al que acudir. Me desternillaba con las bromas y chanzas de Jonas, que estaba poco secretamente enamorado de Sarah y tras su escandaloso sentido del humor se escondía un romántico incurable. Me hice casi como un hermano de Mikah, con el que poco a poco empecé una extraña y llena de hormonas competición por la atención de Alaijah. Comenzamos a entrenar juntos en los pocos huecos libres de los que disponíamos en nuestras apretadas agendas, y aunque no era rival para mi velocidad y destreza, aprendí que en la lucha no todo es técnica y gracia. Por cada vez que le derrotaba haciendo gala de mis dotes de espadachín, él me hacía morder polvo tras distraerme con alguna argucia, arrojarme tierra a la cara, o propinarme un descomunal puñetazo en mi bonita cara de iluso tras pensar que estaba rendido por unos certeros barazos propinados por mi parte.
Y sobre Alaijah... ¿la quería? no lo se, diría que me enamoré de ella, aunque ahora que ha pasado un tiempo no se si fué amor o sólo atracción por su exótica belleza y contundente personalidad. Sus respuestas no dejaban a nadie indiferente, tenía un fuego dentro, que oculto tras las largas jornadas de servidumbre y explotaba por las noches como el mayor de los hechizos.
Pero como suele suceder, los buenos tiempos, los días de despreocupación, los días de infancia, acabaron pronto. Aquella noche me habían convencido para hacer algo distinto, un ritual. Tras tomar algo para reunir el valor necesario empezaron los preparativos. Llevaba casi dos meses practicandolo en las clases, el conjuro para detectar las pequeñas hebras en la realidad que produce la magia. La idea era crear una pequeña ilusión, una silla, camuflada entre otras idénticas, y hacerla brillar con el ritual. Pero cuando pronuncié las palabras, la silla no fué lo único que se iluminó. En la piel de Mikah comenzaron a dibujarse extraños motivos arcanos. Sin duda era un innato, a juzgar por su expresión parece que no le pilló completamente por sorpresa. Tras aquello la reunión acabó, y todos nos fuimos dispersando. Cuando estaba a punto de retirarme, Mikah me abordó, y me suplicó que le ayudase a controlar su mal. Los elfos no tenían innatos, pues desde pequeños se les hacían las pruebas para detectar la magia interior, que se educaba en la universidad para explotar todo su potencial. Pero para el resto de razas, que tenían prohibido el uso de la magia arcana, era una maldición. En muchos casos tenía como consecuencia la autodestrucción, al no haber nadie dispuesto a formarlos, y en el peor de los casos toparse con la inquisición. Pese a que estaba terminantemente prohibido instruir en la magia a cualquiera que no fuera elfo, y aunque Mikah lo fuera, sólo los maestros y los grandes magos lo tenían permitido, no pude negarme. Después de todo era mi amigo, y se podría decir que me habían salvado.
A los tres días había luna nueva, y comencé su entrenamiento. Empezamos con lo más básico. Ejercicios de relajación y teoría elemental. Mikah compensaba su escasa educación con una devota implicación. Cuando hubo adquirido la teoría básica y fue capaz de liberar por completo su mente, le enseñé a localizar su poder interno. Visualizarlo mentalmente como una gran esfera de mercurio que flotaba en la oscuridad, de la que podía extraer pequeñas cantidades y canalizarlas hacia afuera, en forma de energía. Aquel ejercicio le permitiría, antes de que la esfera de poder estuviese en su máximo apogeo y se desbordase de su cuerpo de forma descontrolada, y seguramente letal, hacer pequeños trasvases de energía, en forma de luz y calor, que podría disimular. Y con el tiempo y la formación necesaria, que yo no le podría suministrar, convertir en efectos más útiles. Pero esta tarea no era para nada sencilla. Algunas veces perdía la concentración y se desconectaba de su poder de forma repentina, dejándolo unas veces agotado, o incluso inconsciente, y otras expulsando de golpe una cantidad demasiado grande de magia. Fue una de esas veces cuando todo acabó. Esta vez, en vez de un fogonazo de luz o un pequeño fuego, Mikah desencadenó una explosión, como si un trueno hubiese estallado en la pequeña despensa en la que nos encontrábamos. El ruido alertó a los guardias, que nos sorprendieron a mí intentando arreglar el estropicio y a Mikah agotado, todavía entre los dos mundos y con la mirada perdida.
Las siguientes horas las recuerdo de forma confusa. Nos separaron, me encerraron en una celda, y comenzaron las preguntas. En primer lugar el jefe de la guardia, que apenas extrajo de mí una explicación poco convincente sobre un juego mal ejecutado con unos productos alquímicos. Pero mi corazón casi separó cuando ví a mi siguiente interlocutor, varias horas más tardes. Ante mí se presentó Lorathiel, hijo de Dorlarion, el mismísimo rector de la universidad, y uno de los pocos altos magos. En ese momento supe que estaba perdido, y que sería imposible ocultar nuestro secreto. Me saludó, se sentó, y se limitó a observarme en silencio. Noté una ligera jaqueca, como si algo estuviese entrando en mi mente, y a los pocos minutos se levantó y se marchó, sin mediar palabra. No recuerdo cuánto más estuve encerrado, pero finalmente dos guardias me sacaron de mi celda. Me condujeron al exterior, al patio interno del rectorado de la universidad. Había hileras de sillas, todas ocupadas tanto por élfos como humanos. Distinguí muchos rostros, profesores, Ikster Martyen, acompañado de su séquito más distinguido, a padre y madre, con semblante serio… y delante de todos ellos, en una fila separada del resto, a Mikah, Jonas, Sarah, Alaijah y una silla vacía, a la que me condujeron. Aquello era un juicio, y tenía una pinta terrible.
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