Maximilien entró en la minúscula taberna sin dar crédito a que alguien pudiera
sobrevivir en un lugar tan oscuro y respirando semejante concentración de
vapores etílicos y humo de tabaco. La mayor parte de la concurrencia le miró
con desconfianza. No era común ver a un ayudante del alguacil por aquellos
lares, y aún menos que alguien deseara su presencia.
Desde que había sido un muchacho se había preguntado por qué
se toleraba la existencia de lugares de tan baja estofa, con nada más que
indeseables en todo lo que abarcaba la vista. Su padre le había dicho que
aquellos indeseables a menudo resultaban útiles, y en ocasiones,
indispensables. Mercenarios, confidentes, espías, líderes del gremio de
ladrones, todos pululaban en torno a lugares como aquel como moscas en torno a un cadáver, y todos
podían ser incómodos pero necesarios aliados si se quería mantener el
orden en aquella pequeña ciudad. La nata
y la crema de la escoria, lo mejor de lo peor.
Maximilien había
soñado que eso no le ocurriría a él cuando llegara a ser agente de la ley. Cuando
era un jovenzuelo decía que lograría imponer la ley sin concesiones, con la
sola ayuda de sus brazos y de sus hombres, y el apoyo de la gente honrada de Fallclift.
Pero allí estaba, buscando a un cazarrecompensas, que era lo que le había
llevado a ese lugar en aquella ocasión. Su padre, el alguacil, le había dicho
desde el primer momento que era la mejor opción, pero lo cierto era que durante
dos días se había estado estrujando la cabeza para evitar llegar a aquel punto,
pero no había encontrado otra solución. Debía capturar urgentemente a tres criminales extremadamente peligrosos
que se habían ocultado en las colinas y no tenía tiempo ni hombres para ir a
buscarlos por sí mismo. Habría necesitado dedicar todos sus hombres durante
cinco o seis días, quizás más, en los que habría dejado la ciudad a merced de
todos los sinvergüenzas locales, que eran unos cuantos. La recompensa no era
suficientemente alta para interesar a los cazadores de criminales con buena
reputación, pero había un hombre que quizás pudiera encargarse de ellos por tan
poco dinero. Siempre que se olvidara de la posibilidad de que los trajera
vivos, claro. La idea de que murieran en el bosque sin ser sometidos a juicio Iba
en contra de sus más básicos principios, pero lo que habían hecho aquellos
animales era tan horrible que no le pareció menos deseable a que siguieran
sueltos por ahí, lo que le había servido para vencer sus escrúpulos.
Preguntó por el hombre que buscaba al dueño, un enano malencarado con la cabeza
rapada, que le cogió un cubo lleno de agua y le indicó que le siguiera con un
gruñido. Se dirigieron al rincón más oscuro y fétido de aquel antro y se
encontró frente a frente con un hombre inconsciente tirado en una silla,
envuelto en una capa con capucha de color indefinido, entre verde y gris, o
quizás marrón. Sin ninguna ceremonia, el posadero arrojó el cubo contra su
cliente, que se despertó en el acto claramente sobresaltado, aunque rápidamente
pareció serenarse.
Maximilien aprovechó el momento para examinar a su
interlocutor, y no se sintió nada impresionado. Era un hombre de algo menos de
seis pies de altura, más bien delgado, por no decir cetrino, con el pelo largo
y descuidado y barba de varios días. Hedía
a cerveza y a vómito, pero en cuanto se hubo serenado lo suficiente le
lanzó una mirada inquisitiva, carente del menor disimulo que exigía la cortesía
más elemental. No pudo evitar preguntarse por qué su padre le tenía en tal alta
estima. Claro que conocía la historia, que había sido un ciudadano ejemplar,
que había ayudado a su padre a encontrar a algunos criminales especialmente
escurridizos.
Y luego sucedió todo aquello de su esposa y su cuñada,
violadas y asesinadas por una banda de soldados de Garrosh que habían
participado en una incursión punitiva contra algunos nobles rebeldes y
regresaban a sus dominios ebrios de triunfo, cerveza y los dioses sabían qué
más. Todos habían oído la historia de
que dejando a su hermano y sus sobrinos para que las enterraran, había
desaparecido durante algo más de dos semanas. Y que ninguno de los ocho mercenarios
de Garrosh regresó jamás a la capital del reino. Los pocos cadáveres que se
encontraron estaban muy separado. Se decía que el vengativo cazador les había
acechado durante más de una semana, matando un único hombre cada día, todos de
dos disparos por la espalda. Al menos había tenido el buen sentido de usar flechas
de estilo goblin para enmascarar la autoría, pero aquella locura de tomarse la justicia por
su mano podría haber supuesto otra guerra y que el ejército real arrasara
Fallclift y quién sabía qué más. Lo curioso es que pese a haber puesto en
peligro las vidas de todos los habitantes de todos los pueblos en veinte millas
a la redonda, seguía habiendo gente que le respetaba por aquello. Incluido su
propio padre, Jasón
-“Así que tú eres Rodgers, el cazador.”- El hombre asintió
con la cabeza sin decir una palabra ni dejar de mirarle fijamente a los ojos.
Carraspeó y decidió ir al grano, aunque sólo fuera para acabar con aquella
incómoda situación cuanto antes.
-“Necesito que busques y me traigas unos hombres. Son
peligrosos, y los quiero vivos o muertos.”
-“¿Cuántos?” murmuró el cazador con voz grave.
-“Son tres. Ecram, conocido como el lince, Zils, el hijo de
Sverik y Felon Catermin, conocido como el Loco.”
-¿A cuánto?
-“Diez grifos por Ecram, y veinticinco por Sveriksonn. Y setenta
y cinco grifos de oro por Catermin.” Lo cierto era que sin ser una cantidad
desdeñable, no parecía demasiado teniendo en cuenta la dificultad y el riesgo
de la misión.
-“¿Qué demonios han hecho ahora esos desgraciados? La semana
pasada no me habrías ofrecido ni una cerveza por los tres.”
Era cierto. Aquel grupo de adictos a la medialuna eran
viejos conocidos, pero hasta tres días antes se habían limitado a pequeños hurtos
y algún asalto a algún viajero solitario. Nunc a habían hecho nada demasiado
grave, y habían sido básicamente ignorados por las autoridades.
-Asaltaron un convoy de Grunier, el comerciante, que llevaba
a sus hijas. Mataron a los dos guardias y uno de los cocheros, violaron a las
mujeres y robaron todo lo que pudieron cargar.
Dereck se limitó a asentir levemente para indicar que había
entendido. Su rostro se había convertido en una máscara inescrutable.
Maximilien supuso que se lo estaba pensando. Le habían dicho que no solía
aceptar encargos en el momento, así que se levantó, pero cuando se disponía a marcharse
de aquel antro Dereck le alcanzó en la puerta.
-“Dos cosas. Una, pagarás mi cuenta aquí como adelanto. Y
dos, ¿qué le haríais a esos tipos si os los trajera vivos?
Aquello extrañó a Maximilien. Siempre había oído que no
solía tomarse las molestias de apresar a sus presas, aunque quizás estuviera
intentando mejorar su pobre reputación.
-“Sin duda recibirían la pena capital, y teniendo en cuenta
que además de asesinos son violadores, no sería nada rápido ni limpio. La horca
en el mejor de los casos, o ser
desollados vivos o empalados en el peor. Teniendo en cuenta la influencia de
Grunier, me esperaría un castigo ejemplar.”
El cazarrecompensas asintió de nuevo, recogió sus armas en
la barra de la taberna y se marchó mientras que el incomodado ayudante del
sheriff pagaba su desorbitada cuenta.
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