martes, 10 de marzo de 2015

Elodrin II

Se nos juzgó por conspiración, ruptura del acuerdo milenario sobre la magia y encubrimiento. En el juicio, los distintos participantes, formados por profesores y nobles elfos, y un representante de la casa Martyen, únicamente deliberaron sobre el castigo a proporcionarnos, y las consecuencias de que aquel “desliz” saliera a la luz, pues la casa implicada quería evitar por todos los modos que el asunto llegase al tribunal de la inquisición. De nuestra culpabilidad no se mencionó una palabra, pues tenían perfectamente clara la implicación de cada uno de nosotros en el asunto. Finalmente consideraron a Jonas, Sarah y Alaijah cómplices de lo sucedido, por no haber alertado del ritual, su castigo consistió en 20 latigazos para Jonas y 10 para las mujeres, la expropiación de sus escasas pertenencias y ser expulsados de la casa a su suerte.  A mí me expulsaron de la universidad con carácter vitalicio, y se me retiró el nombre de mi padre, lo que implicaba que ya no podría residir en el reino de los elfos como ciudadano, pero no me hicieron derramar sangre alguna. Y a Mikah, lo consideraron culpable de desobediencia, pero le exculparon del delito de herejía, seguro para no llamar la atención de la inquisición. Le condenaron a 30 latigazos, la retirada de su estatus de escudero y todos sus bienes, y la expulsión de la casa.

Tras el juicio nos devolvieron a nuestras celdas, en las que esperaríamos a la ejecución de la sentencia. Allí recibí la visita de madre, que me abrazó, con el rostro inundado de lágrimas, me besó y me entregó disimuladamente su colgante, el que aún conservo con cariño. Me explicó que padre no vendría a verme, que su posición en la corte no se lo permitía, pero que estaba igual de afligido que ella, y que, aunque no podría nombrarme como hijo, permanecería en su corazón como tal.

A la mañana siguiente, cuando aún estaba amaneciendo nos llevaron a la afueras, a un claro del bosque que rodeaba la ciudad. Comenzaron con los delitos menos graves. Observé los rostros de mis amigos, mientras ejecutaban sus castigos. Jonas apretaba los dientes al principio, pero a la mitad de los latigados comenzó a gritar con cada nueva descarga, y cuando acabaron con él estaba sollozando y completamente derrumbado. Sarah comenzó a llorar antes de que comenzaran con su castigo, y se desvaneció al tercer latigazo. Yo contemplaba todo aquello con los ojos enrojecidos, pero me obligué a no llorar, aún seguía siendo un alto elfo, y no quería abochornar aún más a mi familia. Ni siquiera cuando azotaron a Alaijah dije nada. La pobre gritó con cada latigazo, tenía los ojos húmedos de las lágrimas contenidas, pero permaneció orgullosa y hermosa durante todo el proceso.

Por último llegó el turno de Mikah, a él le correspondían 30 latigazos, pero su condición física le permitiría afrontarlos mejor que a Jonas. Permaneció en silencio, afrontando estoicamente el castigo. Según se sucedían los latigazos el representante de su casa recitaba la sentencia, y simbólicamente arrojaban sus pertenencias al suelo, una a una delante de él. Pero algo ocurrió, tras 25 latigazos, el jefe de la guardia personal de Lord Ikster Martyen, que sostenía el látigo, se retiró, y fue sustituido por el propio Ikster, uno de los alumnos más avanzados y que estaba a punto de completar su formación. Cuando se situó detrás de Mikah, de su mano derecha surgió un enorme látigo de energía. Tras el primer chasquido, un grito desgarrador surgió de la garganta de Mikah, el segundo lo dejó inconsciente, y el tercero… hizo que sobrasen los dos siguientes. Aquel cabrón había destrozado a Mikah por completo, su espalda completamente abrasada mostraba entre la carne ennegrecida fragmentos blancos de hueso.

Grité, grité con no lo había hecho nunca, Alaijah lloraba desconsolada, y Jonas estaba recibiendo una paliza de los guardias tras haberse arrojado hacia su señor. La guardia personal se llevó el cuerpo de Mikah, y el escaso público empezó a retirarse. Se llevaron a Jonas inconsciente y esposado, y a Alaijah y Sarah, ya recuperada.

Finalmente sólo quedaron unos guardias, Lorathiel, visiblemente disgustado con lo sucedido y mis padres, con un aspecto de infinita tristeza. Madre me entregó una capa, de excelente confección, un gran arco, de madera oscura de roble y me besó de nuevo las mejillas. Padre me entregó una espada curva, recién forjada y con intrincados grabados, pero ninguna referencia a mi familia. En lugar de besarme, tras ponerme las manos en los hombros, momento que dilató cuanto pudo, con el rostro compungido me retiró el broche familiar. Entonces recitó las palabras antiguas, mediante las cuales me retiraba su nombre y renegaba de mí como hijo. Finalmente Lorathiel me expulsó de la universidad y la ciudad. Con rostro serio escuche mi sentencia, y cuando todo acabó, me encaminé a los objetos tirados en el suelo, donde habían dejando las pertenencias de Jonas, Sarah, Alaijah y Mikah. Recogí la petaca de Jonash, un libro de poesía de Sarah, el coletero con broche de Alaijah, y por último la espada de Mikah. Nadie me dijo nada, ni me impidieron realizar aquel ritual de despedida. Cuando estuve listo, me subieron a un caballo y los guardias me acompañaron hasta los límites del reino, donde permanecieron hasta que me vieron cruzar el puente sobre el río que marcaba la frontera.

Así fue como lo perdí todo, y como comenzó mi nueva vida. Después de ello me dirigí a la ciudad más cercana. Pregunté por mis amigos, pero nadie sabía nada. Dediqué los días a buscarlos, pero el rastro se enfriaba. Finalmente oí rumores. Una banda de criminales rondaba las tierras cercanas, y saqueaban a los viajeros desprotegidos, que en muchos casos no se les volvía a ver. Tenía que descubrir la verdad, así que me dirigí en su búsqueda.

Pasé varios días en el bosque, sin hacer ruido, haciendo uso de mi riguroso entrenamiento, cazando lo que necesitaba, y con los ojos y los oídos bien abiertos. Tras una semana por fín dí con dos hombres, con una pinta de criminal que no tenían ningunas ganas de disimular. Iban fanfarroneando en un tono demasiado alto sobre sus fechorías, y llevaban consigo una pareja de viajeros, visiblemente contusionados, amordazados y atados de forma burda con una soga.

No dudé, casi sin darme cuenta una flecha volaba hacia ellos, y acabó por clavarse en el pecho de uno de los bandidos, que se desplomó al instante. Su compañero, que sujetaba la cuerda de los cautivos, se cubrió tras su escudo, sacó la espada y se lanzó a por mí, reduciendo rápidamente la escasa distancia que nos separaba. La primera flecha rebotó en su escudo, y antes de poder lanzar una segunda ya lo tenía encima. Tiré mi arco y desenvaine ambas espadas. Fué mi primer combate real, si fallaba moriría, y estaba tan aterrado como furioso. El escudo del bandido paraba la mayoría de mis ataques, como mi espadas bloqueaban los suyos, pero a los pocos segundos las fuerzas comenzaban a menguar, las guardias flaqueaban y las primeras estocadas comenzaban a alcanzar su objetivo. Me había alcanzado en el muslo y el costado, y él a su vez sangraba de forma abundante por una pierna y el brazo de la espada. Fuera de sí, el bandido, que a penas podía sujetar la espada, soltó el escudo y lanzó un mandoble letal con ambas manos contra mi cabeza. Era un golpe a todo o nada, y a duras penas conseguí esquivarlo, lo que le dejó indefenso. Mi siguiente ataque fue un tajo tras sus rodillas, que seccionó tendones y carne, besando el hueso de ambas piernas. Mi atacante cayó al instante al suelo, chillando de dolor, vencido.

No me costó en exceso interrogarle, y rápidamente obtuve la información que buscaba. Un grupo formado por un chico gordo y dos mujeres había sido capturado por su banda. Como las mujeres eran hermosas y el chico joven y capaz, los habían vendido por un puñado de monedas a una carabana de esclavos que pasaba de vez en cuando por la zona. De la rabia que sentía le dejé inconsciente a golpes, hasta casi matarle. Sólo paré cuando el hombre que estaba atado me contuvo. Ya más tranquilo, les desaté, até con las cuerdas al bandido y les acompañé hasta las afueras del peligroso bosque. Finalmente nos despedimos. Les entregué al bandido atado, para que lo entregasen en la ciudad y pudiesen cobrar una recompensa, lo que les permitiría recuperar los perdido.


Desde entonces he viajado por numerosas ciudades, buscando información de la carabana de esclavos, endureciéndome, sobreviviendo a las miserias de los que no tienen nada, ni siquiera un apellido. Hace poco he sabido que la carabana pasó por un puerto clandestino, y vendieron a la mayoría de los hombres a una galera de asalto de una tribu de piratas orcos.

Me dirijo haciendo donde me lleva esta nueva pista. Juro que no descansaré hasta que encuentre a mis amigos, y juro con mi sangre que vengaré la triste historia de Mikah.

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