El campamento de los Mandrágoras bullía en una fiesta cuando Thráin y sus compañeros llegaron. No todos los días lograban expulsar a un grupo expedicionario Garrosh con apoyo de la Inquisición. Estaba claro que habría represalias, y por eso Karaya estaba siendo abandonada, pero había sido una gran victoria de todos modos. El alcohol corrió como si fuera agua, y al poco tanto Élodrin como Aaron estaban bastante perjudicados. Thráin no terminaba de encontrarse a gusto. Había recibido el encargo de provocar el destronamiento del mismísimo dios Athos, nada menos, y no paraba de darle vueltas a cómo se suponía que iba a lograr semejante proeza. Además, los líderes de los Mandrágoras conocían su ascendencia, seguramente porque se lo hubiera comunicado Mórrigan. Era extraño. Se había pasado toda su vida adulta guardando celosamente su secreto, y ahora parecía convertirse en vox populi a cada segundo que pasaba.
Al final decidió dejar de pensar en el tema intentando entrarle a la bella jefa de exploradores, una enana de las colinas de trenza castaña llamada Iyaira. Fue probablemente el intento de seducción más torpe de la historia. Y eso sin ser demasiado duro.
Durante la fiesta también conocieron a Bawgya, una alegre bardo gnoma a la que todos llamaban Cornucopia, que puso música al arranque musical de Élodrin, borracho como una cuba. Curiosamente, el dueto no sonó del todo mal.
A la mañana siguiente se presentaron el resto de líderes locales de los Mandrágoras, entre los que destacaba un hechicero más que enjuto, con una boca con labios tan finos que parecían no existir que dejaban a la vista unos dientes limados para darles una forma apuntada y que encajaban perfectamente entre ellos. Se llamaba Jabari, pero todos se referían a él como el Tiburón de Tierra, por motivos más que evidentes. Afirmó que antes de continuar con cualquier tipo de trato debían de confirmar la ascendencia de Thráin, probando su sangre. El enano no dejó de incomodarse ante el hecho de tener que probar unas afirmaciones que en ningún momento había hecho. Además, y pese a no ser ningún radical enemigo de los hechiceros, no terminaba de gustarle vérselas en un ritual de magia de sangre. Sin embargo, no tenía otra que aguantarse. Comprendió que no tenía nada que hacer con las formidables misiones que le aguardaban si no podía soportar esa nimiedad, así que extendió el brazo y dejó que el tétrico hechicero le mordiera y probara su sangre. El resultado confirmó su ascendencia, por supuesto. Al final fue más perturbador que doloroso, aunque esto no quiere decir que no doliera bastante. Habría sido algo menos violento si Jabari no hubiera parecido disfrutar durante el trance.
Una vez terminadas las formalidades, les pidieron ayuda para tratar con un viejo dragón, Érisdar el verde, que poseía un vasto conocimiento y el don de la profecía. Era extraño que les trataran como si fueran un grupo formal, teniendo en cuenta de que en ningún momento habían dicho una palabra acerca de seguir trabajando juntos después de la búsqueda de la cura de Bosque Brillo. Los Mandrágoras no estaban tan bien informados sobre ellos, después de todo. O quizás simplemente veían algo que ellos mismos no hacían. Sin embargo todos accedieron. Cada uno por sus motivos, sin duda, pero todos dieron el paso al frente como uno solo.
En cualquier caso, el simple hecho de llegar a encontrarse con tan sobrecogedor anfitrión resultó que no iba a ser simple en absoluto. Iban a necesitar un artefacto llamado la brújula de Penda’Gasht que estaban en manos de un señor del crimen de segunda llamado Parche, que dirigía un asentamiento principalmente enano en la frontera norte de los territorios de la casa Garrosh. Gobernaba el lugar, llamado Hogrh’Dural, con mano de hierro, con la connivencia de los señores locales, que le permitían hacer lo que viniera en gana como si fuera un sátrapa a cambio de mantener la zona pacificada y de entregar puntualmente los tributos convenidos. Un colaboracionista de libro. Lo único que sabían sobre tan despreciable individuo era que era tan vanidoso como cruel, así como un jugador compulsivo. Una joya de hombre, pero no iban a tener más remedio que tratar con él.
El pueblo estaba construido en torno a dos minas, una tradicional, de hierro y algo de plata, y otra más antigua, excavada a cielo abierto, donde en tiempos se había explotado cobre, carbón mineral y una veta de diamantes, agotada siglos antes. La primera era la que mantenía vivo Hogrh’Dural. La segunda, conocida no sin cierto cinismo como la Fosa de Diamantes, había dejado de ser explotada hacía décadas, y se había convertido en una fortaleza llena de comercios, prostíbulos y tabernas, el minúsculo reino particular de Parche. Un lugar sin más ley que la de su señor, donde el juego, la prostitución y todo el contrabando imaginable corrían sin freno. Teniendo suficiente dinero, no parecía que hubiera nada ilegal o pernicioso que no se pudiera conseguir allí.
Nada más llegar a Hogrh’Dural quedó claro que algo iba terriblemente mal. Había varios edificios dañados y aún humeantes, y los lugareños miraban de soslayo, pese a que debían de estar acostumbrado a trata con gente con mucha peor pinta que ellos. Estaba claro que el pueblo había sido atacado muy recientemente. Preguntaron qué había pasado, y pese a las suspicacias, no tardaron en enterarse de que una partida de mercenarios había realizado una incursión. No era infrecuente que unos mercenarios se convirtieran en saqueadores entre contrato y contrato, y algunos incluso en medio de los desplazamientos de tropas. Lo que sí era extraño es que eligieran un poblado enano como objetivo. Eran lugares sólidos y compactos que favorecían a los defensores, habitados por gente dura, y que eran sangrados por los recaudadores con tanta frecuencia que no había nada que robar. En definitiva, demasiado riesgo para tan escasa recompensa. Además, los mercenarios pertenecían a la banda conocida como los Aulladores de Fenris, que tenían una cierta reputación que mantener. Era improbable que unos soldados así atacaran un lugar como aquel salvo que alguien les hubiera pagado por hacerlo.
Por si fuera poco al visitar la enfermería dependiente de la pequeña capilla de Athos descubrieron que había aparecido una extraña enfermedad. Los síntomas eran desconocidos, los enfermos dormían, pero no podían despertar, pero sí que había algo familiar, y es que las bendiciones curativas no funcionaban, como había constatado un joven elegido de Selene llamado Gredo, que casualmente pasaba por allí en su peregrinaje hacia una montaña en los territorios Thalos llamada la Aguja del Sol.
Algunos de los enfermos murmuraban en sueños algo acerca de un profeta esmeralda. Podría tratarse de Erisdar, el dragón verde que tenían que buscar. No tenían pruebas, pero intuyeron de inmediato que era una variante del mal que había azotado Karaya y Bosque Brilllo.
Fueron a ver al alcalde en un intento de lograr algún apoyo de cara al encuentro con Parche. El individuo en cuestión se llamaba Giffin, un enano obscenamente enjoyado para dirigir un pueblo tan pobre, que sin dejar de darse aires miraba nervioso a todas partes como si temiera ser atacado en cualquier momento. Era evidente que no debía de ser nadie especialmente querido en aquellos lares, y que debía su puesto únicamente al apoyo de Parche. A Thráin le recordó a una comadreja, implacable y cruel con los débiles, pero asustadiza ante los poderosos. Era evidente que ni la enfermedad ni el ataque sufrido le importaban un comino.
Nada más salir del ayuntamiento se toparon con un enano muy joven y nervioso que se presentó como Mainer. Les imploró ayuda. Al parecer un número desconocido de asaltantes aún permanecían en las minas. Al igual que una enana llamada Marbani, la verdadera líder de los enanos del lugar.
Se dirigieron a las minas de inmediato, excepto Mórrigan, que según sus propias palabras prefirió dejar las cosas heroicas para los héroes. El lugar era un matadero. Cadáveres por todas partes. Hombres, mujeres y algún niño. Y criaturas de las profundidades de todas las formas y tamaños. Algunas eran relativamente comunes, y podrían haberse visto atraídas por el olor de los cadáveres en descomposición desde varias millas a la redonda. Pero otras provenían de mucho más lejos, de la infraoscuridad, y era imposible explicar su presencia de forma tan simple. Más tarde caerían en la cuenta de que podía algo que ver con las fuerzas corruptoras que producían las enfermedades, que también habían vuelto a las bestias de Bosque Brillo más agresivas de lo que eran de por sí. Se abrieron paso entre ellas por todo el primer nivel, rescatando a un único superviviente, que se había encastillado en el atril elevado del capataz.
Thráin se sintió embargado por el horror de lo que veía, y por la furia contra los que habían dejado atrás semejante matanza, sólo por dinero, suponiendo que no obtuvieran algún placer sádico extendiendo aún más miseria por el mundo. Los poco sensibles, por no decir ultrajantes comentarios de Hadrian no es que ayudaran a digerir la situación, precisamente. El enano estuvo a punto de enzarzarse en una pelea contra el mercenario allí mismo. Élodrin medió para evitar males mayores, recriminando al paladín su falta de paciencia, consciente de que pedir un poco de sensibilidad a Hadrian sería tan inútil como intentar que un cerdo levantara el vuelo. Thráin sabía que el elfo tenía razón, aunque estaba demasiado dolido como para reconocerlo. No ante tantos muertos a los que ese mercenario había insultado sin más intención que darle un poco por saco.
Tras peinar el nivel superior se dirigieron a los inferiores, donde no tardaron en encontrar a los tres últimos supervivientes, entre ellos la venerable Marbani. Les explicó que algunos mercenarios se habían quedado, probablemente con el expreso propósito de matarla a ella. Entonces, como si los hubiera invocado, aparecieron dos guerreros armados hasta los dientes con capas cortas de piel de lobo. Los famosos Aulladores de Fenris, supusieron.
Los mercenarios estaban encantados de haber encontrado a su esquiva presa, y no parecían en absoluto preocupados por el hecho de que sus adversarios les superaran en cuatro a uno, lo que era como para preocuparse. El motivo de esta confianza quedó claro cuando empezaron a contorsionarse de forma antinatural, creciendo y cubriéndose de pelo negro. Eran licántropos, lo que explicaba por qué los enanos no habían tenido ninguna oportunidad.
Pero esta vez se enfrentaban a guerreros, no a mineros. Hadrian y Élodrin se enfrentaron con uno, Thráin e Iyaira con el otro, y Aaron quedó dispuesto para sanar y apoyar a quien lo necesitara. Los licántropos sanaban sus heridas casi tan pronto como las recibían, y luchaban con fiereza, pero a base de ser golpeados una y otra vez se fueron resintiendo. Además, Thráin había imbuido su martillo con la energía celestial, que resultaba especialmente dañina para los cambiantes. Ambos fueron derribados prácticamente a la vez.
El registro de los cadáveres resultó más informativo que la conversación previa al combate. Ambos tenían sendas bolsas llenas de monedas de platino antiguas, de la época del reinado Argelan, así que seguramente esa casa era la responsable del ataque. Tenía sentido. Hogrh’Dural proveía metal para las armerías de los Garrosh, pero no estaba bajo su control directo, así que un ataque indirecto por medio de mercenarios no sería lo suficientemente grave como para tener consecuencias serias, y un noble de la corte Argelan podría sacar pecho presumiendo de haber pinchado a sus mortales enemigos sin miedo a represalias. Mientras tanto, en Penacles, algún gris funcionario caería en la cuenta de que Hogrh’Dural había enviado uno o dos carromatos de hierro menos de lo convenido, lo que anotaría en un papel que luego sería amontonado y olvidado entre cientos de legajos. Ni a uno ni a otro le importaría una mierda que treinta enanos hubieran sido asesinados.
Pero los dos mercenarios también poseían una segunda bolsa, con idéntica cantidad de dinero, esta vez en monedas con el escudo de los Garrosh. Alguien mucho más cercano les había pagado un sobresueldo a aquel par para que asesinaran a Marbani. La vieja enana dudaba que hubiera sido Parche, demasiado encerrado en la Fosa de Diamantes como para preocuparse por ella. El cobarde alcalde Giffin, por otro lado, sí que tenía motivos para temer que el liderazgo de Marbani amenazara su indigna posición. Así que decidieron que aquella valiente mujer debía de pasar a la clandestinidad. Por su propia seguridad, dejarían creer a Giffin que sus asesinos habían tenido éxito y que no sospechan de su implicación.
Élodrin se ofreció a tratar con él, lo que a Thráin le pareció excelente. Temía no ser capaz de reprimirse y acabar estrangulando a ese miserable, pese a que todos eran muy conscientes que no tenían otro remedio de seguir bailándole el agua hasta que lograran hacerse con la brújula. El elfo se limitó a contarle que habían encontrado y matado a un par de rezagados, y que el único superviviente había sido el del nivel superior. Como recompensa por eliminar a los mercenarios, se limitó a hacer que les sirvieran una cena gratis en la posada. Tacaño hasta para cubrir las apariencias.
Después de cenar se dirigieron a la Fosa de Diamantes, que bullía de actividad por la noche. Se dividieron en dos grupos. Élodrin se hizo pasar por promotor de luchas de foso, con Hadrian como su luchador y Aaron como su sanador particular. Iyaira y Thráin, por su lado, se hicieron pasar por mercaderes, vendiendo parte de las mercancías que los Mandrágoras les habían cedido para tal fin. Fueron los primeros los que lograron más avances. Con la intermediación de la madame de uno de los muchos burdeles apalabrando una pelea de más nivel para el día siguiente con el luchador de uno de los segundos de Parche, con la promesa de que se jugarían algo que su jefe deseaba conseguir. Los enanos apenas establecieron contacto con algunos mercaderes bastante tan desprovistos de escrúpulos como de honradez, y conocieron de vista a un par de personajes interesantes, una tiefling y un cazador de demonios albino llamado Gerard, que parecía interesado en el grupo de Élodrin.
Al día siguiente tuvo lugar el combate, como estaba pactado, y Hadrian venció con facilidad, como estaba previsto. El premio resultó ser una estatuilla procedente de las islas Suroa tallada en obsidiana, que seguramente había sido bastante difícil de conseguir. Sería de interés para un coleccionista como Parche. De hecho, apenas hubo finalizado el combate recibieron una invitación para acudir a una audiencia a la noche siguiente, como si de un monarca se tratara.
Y tras un día de descanso, acudieron a la llamada. El tal Parche era un enano tuerto y mal encarado, cubierto de alhajas y con una armadura con anchas hombreras. Seguramente trataba de tener un aspecto regio, pero con tal colección de trofeos de hazañas a cada cual más ignominiosa, a Thráin le recordó más bien a la madame de un prostíbulo. Naturalmente, tuvo el buen sentido de callarse semejante observación. Iba acompañado de dos guardaespaldas, un enano inmenso llamado Yagroh y una drow apodada Sátrapa. Era todo un aviso a navegantes. Si te metías con Parche podías acabar aplastado de inmediato o esperar a que un cuchillo te rajara la garganta mientras dormías.
Optaron por un enfoque directo, para no insultar la inteligencia de su anfitrión dejando de hacerse pasar por mercaderes o similares. Dijeron quiénes eran y qué habían ido a buscar. Cabía la posibilidad de que Parche no quisiera desprenderse de la brújula a ningún precio, pero tampoco tenían tiempo para una estrategia más sutil como la de irse ganando su confianza poco a poco. Plantearon un intercambio directo, la brújula de Penda’Gasht por la estatuilla, pero el jefe de ladrones lo rechazó sin dudar. Afirmó que el valor de la brújula era mucho más elevado. Así que Élodrin decidió tentar a ese bandido venido a más con su punto débil más conocido, su obsesión por el juego. Le planteó una apuesta múltiple, en la que se jugarían la estatuilla y unas cuantas gemas por la brújula. Sin embargo, Parche exigió fijar las condiciones. Elegiría las pruebas, lucha y un juego de dados llamado Gysh, le bastaría con ganar una prueba para llevarse el premio, y seleccionaría a los contendientes. Élodrin para la lucha y Aaron para el Gysh. Para colmo, en cuanto Élodrin aceptó su parte, Parche puso una condición más. Aaron debería permanecer a su servicio durante un año y un día. Aquello era ultrajante. Sólo podía haber treinta y cinco elegidos en un momento dado, el valor de uno de ellos era incalculable. Al lado de eso, la brújula era calderilla. Y entrar al servicio de un sujeto así, aunque sólo fuera un mes, era una completa locura. Se corría el riesgo que se condenara a tiempo extra de servicio por cualquier infracción, real o imaginaria, de manera que jamás se recuperara la libertad. Thráin estaba pensando en cómo rechazar de plano tan abusiva propuesta sin desatar las iras de ese loco ególatra cuando Aaron aceptó. A duras penas logró contenerse para no abofetearle allí mismo. Élodrin tuvo la inspiración de dejar la estatuilla bajo la custodia de Parche hasta el día de la prueba. Una magnífica idea, era el único lugar donde nadie se atrevería a robarla. Ni siquiera el mismo Parche, atrapado en su propia impostura del hombre de negocios serio.
Iban a tener tres días para prepararse, y los dioses sabían que los iban a necesitar. Élodrin era ágil y tenía una buena defensa, pero tenía mandíbula de cristal le faltaba bastante pegada. Debía de aprender la técnica de Hadrian para valerse de su agilidad para golpear los puntos más flacos del enemigo. El mercenario fue un tutor implacable, y de tanto en tanto les ayudó Thráin como sparring y sanador. Debían suponer que el enano sería lo más parecido al adversario al que el elfo debería enfrentarse. Como se pareciera a Hadrian, no tendría ninguna oportunidad. Mientras tanto, Aaron aprendía la técnica del Gysh con Craster, un viejo enano que les había presentado Marbani. El chico carecía de malicia, lo que era una gran desventaja en ese tipo de juegos, pero a cambio era exageradamente afortunado. La Señora del Destino cuidaba de los suyos.
La noche antes de la prueba estaba Thráin paseando por las afueras de Hogrh’Dural junto con Mórrigan cuando un destello en el cielo anunció la aparición de un ser humanoide de tez azulada con alas de plumas. Se presentó como Raziel, uno de los devas de Athos, y declaró que venía a matarlo para impedir la vuelta de Móradin, por orden del sumo inquisidor Sasarai. Negándose a mancharse las manos con lo que consideraba un rival indigno, convocó a una armadura animada para que luchara contra el paladín enano en combate singular. Le pidió a Mórrigan que no si involucrara, a lo que ella respondió que no tenía la menor intención de entrometerse. Fue un enfrentamiento de poder a poder, pero Thráin logró imponerse, aunque a costa de emplear casi todas sus fuerzas y bendiciones.
Pero Raziel no había terminado, y convocó dos armaduras más. Era exagerado, una sola podría habría sobrado, herido y agotado como estaba, pero era la fría lógica de Athos. Aplastar cualquier oposición sin piedad, sin sentido de la proporción. Sólo quedaba vender cara su vida, pero en ese momento llegaron el resto de compañeros. Al ver a Aaron, Raziel se dirigió a él como el Nexo, y le ofreció unirse a Sasarai. El joven elegido dudó durante un momento antes de rechazar la oferta. Como respuesta, el ángel se limitó a invocar tres armaduras más, como si tuviera todas las del mundo. Pero cuando el combate parecía inevitable llegó Gerard de Rivia, el cazador de demonios. Parecía que Raziel no sólo lo conocía, también le temía, y tras una altanera declaración de que volverían a verse, se esfumó tan misteriosamente como había aparecido.
Gerard no soltó prenda sobre la relación que hubiera tenido con el ángel, y se limitó a comentar la escasa diferencia entre el comportamiento de algunos ángeles y el de los demonios.
La noche siguiente era el momento decisivo, el vergonzoso desafío de parche. Se internaron en laberinto de construcciones ruinosas de la Fosa, hasta la corte del señor del crimen. Thráin miraba cada detalle del recorrido, tomando notas mentales que les ayudaran a planificar el rescate del insensato Aaron. El ambiente era tenso, y la confianza brillaba por su ausencia. Mórrigan vigilaba para asegurarse de que los ladones no hicieran trampas con medios mágicos, y Parche tenía a un hechicero a sueldo que hacía otro tanto con ellos.
La partida de Gysh fue sorprendentemente bien. Aaron no es que tuviera una estrategia muy imaginativa, pero los dados le sonrieron, y su permanente mueca entre inexpresiva y risueña era casi imposible de leer para su rival, que acabó desquiciada, despotricando que nadie podía tener tanta suerte. La partida acabó por la vía rápida, en sólo tres manos.
Quedaba la pelea. Como era de esperar, el adversario de Élodrin era un humano enorme, una montaña de músculo tatuado de aspecto feroz. Hasta ese punto era lo que se habían esperado, así que no era mala cosa. El primer round fue un brutal intercambio de golpes. Élodrin se movía bastante bien, zafándose con habilidad y golpeando con precisión, pero su rival se rehízo durante el descanso, del tal modo que en el segundo asalto el elfo comenzó a flaquear, pero aprovechó un momento en el que su rival titubeó para conectar una buena serie de golpes bajos que lograron derribarle. Sorprendentemente habían ganado, y sin tener que recurrir a ningún truco sucio, que habría sido algo muy arriesgado.
Apenas había caído el gigantón, la animada concurrencia se esfumó como por ensalmo. Nadie quería quedarse por ahí cuando estallara el inevitable ataque de ira de Parche. Era célebre por ser jugador, pero nadie había dicho nada de que fuera buen perdedor, así que estaban preparados para cualquier cosa. Sin embargo, Gerard se había quedado, lo que sin duda ayudó al bandido a vencer la tentación de incumplir su palabra. Por no tensar aún más la situación, Élodrin decidió ceder la estatuilla a Parche, y se marcharon como alma que lleva el diablo. A Thráin puso enfermo cederle nada a ese degenerado, pero no puso objeción. Con suerte podrían regresar algún día y poner las cosas en su sitio. Salieron de inmediato de Hogrh’Dural y caminaron durante horas antes de descansar. No respiraron tranquilos hasta bien entrado el día siguiente.
Se dirigieron hacia el este los próximos tres días, hasta el mismísimo Bosque de Airish. Durante el trayecto Élodrin estuvo investigando la brújula, y descubrió que señalaba imágenes ilusorias, así que supusieron que la guarida de Erisdar estaba oculta por conjuros.
Apenas hubieron llegado se toparon con una halfling que huía de unos soldados Garrosh, entre los que se encontraban dos oficiales montados en sendos grifos, y un tipo misterioso vestido con una túnica. Combatieron duramente. Especialmente digno de mención fue el enfrentamiento entre Hadrian y el tipo de la túnica, que resultó ser un guerrero muy similar en estilo, y por lo visto se conocían, o al menos tenían conocidos comunes. Pasaron la mayor parte del combate esquivando magistralmente, y encajando muy pocos golpes, hasta que al final se fueron cansando y moviéndose más despacio, lo suficiente como para poder seguirlos con la vista. El otro flaqueó primero, y lo pagó con la vida. Hadrian le rajó el cuello con su kama. Mientras tanto, el resto acabaron con los demás soldados, salvo uno, que logró escapar. Entre los muertos había una mujer, una jinete de grifo. Mórrigan la había paralizado, y Élodrin la había degollado sin ceremonia. La guerra no era lugar para galanterías, pero a Thráin le pareció terriblemente triste. Odiaba luchar contra mujeres, y aún más que murieran. Y aún más matarlas. No había sido él en persona, pero Élodrin era uno de los suyos, así que se sentía responsable.
Tuvieron entonces ocasión de hablar con Fran, la halfling, que resultó ser una exploradora de los Mandrágoras, subordinada de Iyaira. Les explicó que iba con un compañero que no había logrado sobrevivir cuando habían sido sorprendidos por una patrulla mientras peinaban las cercanías.
Reconocieron el terreno alrededor y localizaron un campamento de los Garrosh. Uno grande. Una dotación de grifos, caballería, y al menos trescientos infantes. Y una unidad de apoyo de la Inquisición, que en ese momento estaba ocupada torturando a unos gnomos de los bosques, hasta que se convencieron de que no sabían nada y los asesinaron a sangre fría. No estaba claro si querían alguna información o simplemente disfrutaban haciéndolo. Era monstruoso, pero no podían hacer nada por ellos. Thráin se sentía impotente.
Se dirigieron al campamento de los Mandrágoras. No podían salvar a aquellas personas, pero al menos podían avisar a los compañeros de Iyaira de lo que se les venía encima. El campamento estaba bastante bien organizado, con tiendas de campaña de estilo militar, viejas y parcheadas pero en un estado aceptable. Seguramente habían sido rescatadas de los innumerables campamentos abandonados de la Guerra del Escorpión. Allí se encontraron con Sarah, una de las amigas perdidas de Élodrin. Fue un emotivo reencuentro.
Iyaira les dirigió hacia una de las tiendas, más o menos en el centro del campamento, pero sin ningún estandarte ni señal que la diferenciara de las otras. En su interior les esperaba un hombre de treinta y tantos, pelo castaño, barba de tres o cuatro días, delgado, ni alto ni bajo. Lo único que le diferenciaba del resto de Mandrágoras era su aura de puro carisma, y la deferencia con la que el resto se dirigían a él, así como una vara situada en una esquina decorada con la figura estilizada de un dragón rojo, que señalaba a su poseedor como un hechicero, o un apóstata, como sin duda le llamaría la Inquisición. Era Kaine, el misterioso líder de los Mandrágoras. Era un hombre de trato afable, que caía bien de inmediato. Thráin trató de mostrarse igualmente accesible, pero cauto. Supuso que iba depender mucho de ese hombre en el futuro, así que necesitaba conocerle lo mejor posible a la mayor brevedad y ganarse su respeto. Y como días atrás le había sugerido Iyaira para lides completamente distintas, iba a tener que aprender a guardarse algunas cartas.
Después de las presentaciones de rigor, le pusieron al día sobre la presencia del ejército Garrosh, la enfermedad que estaba azotando Hogrh’Dural y la obtención de la brújula de Penda’Gasht. Kaine les dijo que su vara era un artefacto legendario, pero que había perdido buena parte de su poder con el paso de los siglos, así que les pidió que le preguntaran a Érisdar cómo devolvérselo.
Entonces entró en la tienda una mujer elfa llamada Naheka, una archiduida a la que apodaban como la Consorte de Gaia. Tenía un aspecto impresionante, atemporal, como si fuera tan anciana y sabia como el mundo, pero conservara toda la belleza de la juventud. Le acompañaba un semielfo bastante joven, su aprendiz. Se presentó como Ailen, y les dijo que les iba a guiar al interior del bosque, a donde se suponía que se encontraba la entrada a la guarida de Erisdar.
Kaine les ofreció entonces ingresar en los Mandrágoras. Élodrin estuvo a punto de aceptar, pero al final rehusó, aunque dejando abierta la puerta para hacerlo en el futuro. Aaron sí que aceptó el ofrecimiento, y se celebró una pequeña ceremonia informal para celebrarlo. Thráin se alegró de que el elegido de Ayailla hubiera decidido finalmente tomar partido. Parecía que el bando que eligiera iba a tener una importancia vital en los acontecimientos futuros, y aunque no había dicho nada al respecto, le preocupaba profundamente que hubiera estado tan cerca de aceptar la oferta de Raziel. En este punto Hadrian se despidió. Dijo que ni por todo el oro del mundo se iba a meter en la guarida de un dragón. Él era un mercenario, y las recompensas se disfrutaban permaneciendo vivo.
El resto se dirigió a la supuesta entrada. El lugar en cuestión resultó ser un risco por donde caía un río en una enorme cascada. Esperaban que después de tantas molestias para conseguir la Brújula no se redujera todo a la clásica entrada oculta tras la cascada, pero antes de poder comprobarlo apareció una pareja de trolls que requirió toda su atención durante unos minutos. No disponían de fuego, así que no les quedó otro remedio que herirles una y otra vez mientras sus heridas se sanaban a velocidad de vértigo, y quemar sus cuerpos antes de que pudieran volver a levantarse. Tras unos minutos para recuperar el resuello retomaron la búsqueda de la entrada, que resultó estar situada en mitad del risco, protegida por una ilusión tan perfecta que hasta resultaba sólida al tacto. Habría sido imposible localizarla sin la Brújula, y sólo su poder debilitó la barrera mágica lo suficiente como para poder atravesarla.
Cruzaron una cueva y se encontraron ante Naran’Alora, una majestuosa ciudad élfica en las tierras del antiguo reino de Thorindor, abandonada siglos atrás, quizás durante la guerra civil de los elfos, quizás durante la guerra por la Eternidad. En una posición privilegiada encontraron un altar cubierto, y en él unos símbolos garabateados, sin orden ni concierto. Algunos estaban escritos en élfico, otros en draconiano. Parecían anotaciones hechas al azar, preguntas retóricas. Desvaríos. O profecías…
Antes de que pudieran ponerse de acuerdo una inmensa figura se abalanzó sobre ellos, casi ocultando el sol. Mórrigan había advertido a Aaron y Thráin que Erisdar haría que el dragón que habían visto en Campoverde pareciera una lagartija, y no mentía. Sin embargo, a pesar de su sobrecogedora presencia, era evidente que el Profeta Esmeralda estaba muy enfermo. Grandes pústulas moradas cubrían buena parte de su piel, y parecía que su mente también había sido afectada. Hablaba dubitativo y balbuceante, iracundo en determinados momentos. Les llegó a acusar de haber intentado robarle. Temieron por sus vidas, pero la sangre no llegó al río. Finalmente, clamó contra una lahmia llamada Ítica, que se había aliado con los agentes del Devorador, que habían corrompido el núcleo del bosque. Era lo mismo que había sucedido en Bosque Brillo, ya que hasta los síntomas del dragón eran similares, así que sabían lo que debían hacer.
Se dirigieron a un edificio gigantesco, coronado por una cúpula sencillamente majestuosa. Thráin no pudo menos que maravillarse ante la maestría del trabajo de cantería de los elfos. Tanto los muros con grandes vanos como las columnas decoradas parecían demasiado finos para sostener semejante estructura, pero ocho siglos después de haber sido abandonado, el edificio se mantenía en pie en un estado bastante aceptable. Era increíble que los humanos siguieran conformándose con sus estructuras chapuceras que se caían a pedazos en pocas décadas.
Se abrieron camino hasta una gran plaza central, presidida por un gran pozo. Era el núcleo, el lugar a purificar. Guardándolo se encontraba la lahmia cuya muerte había exigido Érisdar. Estaba protegida por tres engendros humanoides con un solo ojo, y por sus propios conjuros, que proyectaban copias idénticas de sí misma. En cuanto saltó del balcón donde se agazapaba y pisó el suelo, no le dieron ninguna oportunidad. Concentraron sus ataques en ella hasta que sus ilusiones fueron disipadas y acabó muerta.
Pero Ítica no era la causante del mal, sólo su guardiana. Subieron por una amplísima escalera de caracol para encontrar una amplia sala llena de tesoros, donde había algunos hombres y gnomos inconscientes, que parecían muy enfermos. Entonces descendió del techo una monstruosa cabeza flotante, con un solo ojo, y cuatro pequeños tentáculos terminados en óculos adicionales, más pequeños. Estaba claro que era el emisario del Devorador de Estrellas, el verdadero rival a batir. El monstruo vomitó un diminuto ser, similar a una langosta, pero apenas tocó el suelo creció hasta adquirir un tamaño enorme. Al mismo tiempo, algunos de los gnomos enfermos se convulsionaron violentamente y sus abdómenes estallaron en una lluvia de sangre y vísceras, de las que salieron una especie de horribles gusanos gigantes. Mórrigan y Aaron comenzaron un duelo de conjuros a distancia con la cabeza flotante, que se mantuvo a suficiente altura para evitar los ataques cuerpo a cuerpo. Así que el resto se concentraron primero en los gusanos, y luego en la langosta gigante. Los gusanos no parecían especialmente peligrosos, pero temían que pudieran infectarles del mismo modo que habían hecho con aquellos pobres desgraciados. El resultado fue una gran victoria. Al morir la cabeza flotante se disolvió en medio de un espeso humo, dejando atrás sólo una piedra negra con una runa grabada, muy similar a la que habían encontrado en el árbol corazón de Bosque Brillo.
Ninguno osó tocar una sola moneda de los tesoros que hallaron en la sala. Era evidente que el dragón no se tomaría nada bien que se tomaran según qué libertades, y todos habían oído historias de que los dragones memorizaban sus tesoros hasta la última moneda de cobre, de modo que podían reconocer hasta el más mínimo expolio al instante. Así que mientras Aaron entonaba el interminable ritual de purificación el resto exploraron a conciencia el lugar. Encontraron a más hombres y gnomos infectados por esos parásitos infernales. Por la mayoría no pudieron hacer nada, pero hubo tres que estaban en mejor estado, dos humanos, ambos soldados de los Garrosh, y un gnomo. Thráin descubrió que podía sanarles imponiéndoles las manos y usando sus bendiciones sanadoras. No dudó un instante en salvar a los soldados. No eran los que habían ordenado las barbaridades que habían cometido los ejércitos. Y además, independientemente de los pecados que hubieran cometido, nadie merecía morir así. No obstante, los tres supervivientes seguían inconscientes, e iban a necesitar ayuda para salir de allí.
Una vez finalizado el ritual, llenaron todos sus odres con agua del pozo purificado y salieron a reunirse con Érisdar. Élodrin le ofreció la cabeza cercenada de la lahmia, lo que le calmó lo suficiente como para que les permitiera lavar sus pústulas con el agua sanadora, de la que también bebió un buen trago. Casi de inmediato el dragón se recuperó. Sus rutilantes escamas verdes resplandecían como esmeraldas.
Sin decir una palabra el dragón alzó el vuelo, y regresó unos minutos más tarde con un pequeño cofre lleno de monedas de platino para cada uno. A Thráin no le cabía duda de que también había examinado su tesoro para comprobar que no faltara nada, aunque nada dijo al respecto. Les invitó a que plantearan sus preguntas. Consultaron sus dudas acerca de cómo destronar un dios, sobre el avatar del caos o cómo devolver el poder a la vara de Kaine. Élodrin preguntó algo más en draconiano, que evidentemente no entendieron los demás.
Érisdar les ofreció llevarles al campamento Mandrágora, dando una vuelta primero por el campamento de los Garrosh, para recordarles que no era buena idea tratar de invadir su bosque. Todos aceptaron, aunque Iyaira hizo ver a Thráin que los hombres y el gnomo que habían salvado no podrían subir a lomos del dragón, y no estaban en condiciones de salir de allí por su propio pie. Así que los dos enanos harían el camino a pie cargando con esas pobres personas. Thráin sintió una punzada de envidia mientras sus compañeros despegaban en lo que prometía ser una experiencia inolvidable, pero no le cabía duda de que era lo correcto. Y había compañías más desagradables que Iyaira en el mundo…
Estaba atardeciendo cuando llegaron al campamento de los Mandrágoras, pero habían ocurrido muchas cosas en su ausencia. Todo un ejército de soldados Garrosh había asaltado el campamento, pero los Mandrágoras estaban preparados. La mayor parte de los civiles ya se habían marchado, y los conjuros de Kaine y Naheka costaron un sangriento peaje a los invasores. Pero el momento decisivo había sido la llegada de Érisdar, justo cuando las defensas de los rebeldes comenzaban a flaquear, rociando formaciones enteras con su aliento venenoso, y convirtiendo una derrota cierta en una gran victoria.
Había un ambiente de celebración que lo impregnaba todo, pese a que a nadie se le escapaba que habría represalias. La casa reinante no podía permitirse que le dejaran en evidencia de ese modo.
Curiosamente, Hadrian estaba algo taciturno. Al parecer se había quedado valiente y desinteresadamente protegiendo un flanco con algunos civiles rezagados, entre ellos los amigos de Élodrin, y había sido gravemente herido por Daken Garrosh, uno de los generales más sádicos y eficientes de la casa. Si no hubiera sido por la oportuna llegada de Aaron y sus bendiciones sanadoras, no lo habría contado. El mercenario parecía… distinto. Pero Thráin no alcanzaba a comprender exactamente en qué.
Pero había algo más. Sus compañeros le informaron de que como despedida antes de refugiarse de la más que previsible venganza de los Thalos, el Profeta Esmeralda les había encomendado la misión de reforjar la Corona de Ámbar, el objeto que su tatarabuelo había usado para detener al Devorador de Estrellas, y que había desatado la codicia de los humanos hasta el punto de que traicionaran a su raza, y casi la exterminaran…
Deberían dirigirse hacia el oeste, hacia una montaña en mitad del territorio Talos llamada la Aguja del Sol. Allí deberían recolectar el ámbar y el mithril más puros, y encontrar a un maestro artesano tocado por la divinidad. También necesitarían la sangre de un rey. Su sangre, pese a que no era rey de nada. Y era posible que nunca llegara a serlo.
Algo en el interior de Thráin protestaba. Esa corona había salvado el mundo, pero también había sido la perdición de su raza y de su portador. No solo otorgaba poder, también la inmortalidad. Una tentación que no debería ser puesta al alcance de los mortales. No quería hacerlo, por no hablar de que no quería abandonar a la gente de los Territorios sin Rey cuando sus actos habian convertido la región en un avispero, cuando muchos de los suyos se alzaban para recuperar su libertad. Pero no parecía que tuvieran alternativa.